Lo que el Miércoles a primera
hora de la mañana parecía ser una noticia menor, la intervención d ejército
egipcio para desalojar los campamentos islamistas, fue adquiriendo dimensión a
lo largo de ese día, a medida que el balance de muertos crecía sin control.
“Varias decenas”, señalaban los titulares más atrevidos y escandalosos,
“innumerables víctimas” los serios y recatados, pero las cifras y la
preocupación no dejaban de crecer a lo largo de una mañana en la que el resto
de titulares se vieron ensombrecidos por la nube negra que provenía de un
Egipto que recordaba más, en sus imágenes y escenas, a Irak o a Libia. Hoy,
Viernes, el balance oficial habla de más de seiscientos muertos.
Directamente, ¿va a haber guerra
civil en Egipto? No lo se, pero lo dudo. Y el principal motivo de duda es que
el ejército sigue poseyendo el control de la situación, casi todo el armamento
y parece hallarse unido. Pero una guerra civil es mucho más que el
enfrentamiento armado, es la consecuencia de la división social
irreconciliable, del odio mutuo y de los recelos acumulados durante mucho
tiempo, y todos esos ingredientes sí están ahora mismo presentes en las calles
de El Cairo y el resto de ciudades del país. Islamistas frente a laicos, retrógrados
frente a liberales, fanáticos frente a aperturistas…. La confrontación es
total, y en estas condiciones se me hace muy difícil llegar a imaginar cómo es
posible que las aguas del Nilo vuelvan a su cauce. Si no se hace algo, y
pronto, la situación se puede enquistar y Egipto se convertiría en la nueva
Argelia, que en los noventa pasó por una situación similar. Allí, tras una
victoria en las elecciones de los islamistas del FIS, el ejército dio un golpe
de estado y los islamistas reaccionaron con una guerra de “baja intensidad”
(qué crueles son a veces las palabras) que ocasionó cerca de cien mil muertos,
devastó las zonas rurales del país y fue caldo de cultivo de un islamismo
radical que empezaba a adoptar la configuración y tácticas que acostumbra a utilizar
hoy en día. Como todas, esta analogía posee graves problemas. Las diferencias
entre el tamaño de la población y su nivel cultural entre ambos países son
inmensas, así como el escaso papel que juega Argelia en el contexto
internacional, básicamente es una potencia extractora de gas y nada más, frente
a un Egipto que lidera a muchos países árabes, es un aliado estratégico de
EEUU, posee el control del canal de Suez y tiene frontera con Israel. Otro
mundo. Esas diferencias también juegan a favor de que no estalle una guerra,
pero me temo que hemos alcanzado el punto de no retorno para que la violencia
islamista, bien mediante enfrentamientos directos, bien mediante atentados de
mayor o menor gravedad, se instale en las calles de las ciudades egipcias. La
torpeza de un gobierno controlado por los militares, unida al fanatismo
islamista, forman el perfecto caldo de cultivo que aseguran inestabilidad,
desorden, violencia, venganzas y caos. Y todo ello en un país con una economía
arrasada, que tiene cifras macroeconómicas depresivas, a cuenta del cierre del
turismo, su principal fuente de divisas, que desde que empezó la revuelta de
Tahrir no ha dejado de caer. Recordemos que una de las causas que impulsó la
segunda revuelta, la que derrocó al gobierno islamista de Mursi hace apenas
unas semanas, fue la pobreza, el paro y la crisis económica que azota con
fuerza a la población del país. Si en una coyuntura normal arreglar eso
requeriría enormes esfuerzos, lo sucedido esta semana agravará aún más el pozo
de la pobreza hacia la que se encamina Egipto. Y aunque este es uno de los
menores problemas dado lo que nos muestran las imágenes de televisión, es un
factor de inestabilidad más con el que se debe contar para explicar cómo el país
ha llegado hasta este punto.
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