Hoy, uno de agosto, con previsión
de cuarenta grados en casi toda España, en lo que puede ser el día más caluroso
del año, comparece
Rajoy arrastrado ante sede parlamentaria, en el Senado dadas las obras que
se realizan en el Congreso, para dar explicaciones sobre el caso Bárcenas, que
como si fuera una impenitente ola de calor, mantiene a todo el PP sometido a un
bochorno insoportable, ataques de sudor y calenturas. Si Rajoy logra hoy
despejar dudas sus palabras serán como un golpe de aire fresco para su partido
y para la política española. Si no lo logra continuará el calor y alguno
acabara derritiéndose.
Es difícil calibrar la
importancia del acto de hoy. Los más extremos apuntan que es la última
oportunidad para que se explique, y de una versión coherente y consistente de
lo sucedido, tal como apuntó ayer Rosa Díez, quien señaló que de no hacerlo la
siguiente comparecencia de Rajoy puede ser ante el juzgado y no ante los
diputados. Los que más apoyan las tesis del gobierno, aliviados por su
comparecencia al no poder soportar ya el clamor del resto del país, que la
demandaba sin parar, aplaudirán sea cual sea el contenido de lo que allí se
diga, se adorne el caso Bárcenas o no, llegue a salir de la boca del presidente
ese apellido o no (a este nivel de estupidez hemos llegado, sí) y jalearán los
datos económicos que se exhibirán como prueba de una recuperación económica
deseada por todos, pero que muchos vemos como ilusoria y más débil que una
hierba en medio del secarral madrileño de, sí, Agosto. Y entre medias, todos
los demás. Mi opinión es que Rajoy ha perdido un enorme crédito político en
estos meses, tanto por la gravedad de las acusaciones que se le achacan como
por la nefasta gestión de la crisis que esas mismas acusaciones han desatado. Su
confianza en el silencio, en la dilación del problema, en el esperar sentado
hasta que pase la tormenta, lo ha situado en el disparadero mucho más de lo que
nadie hubiera imaginado. En un régimen de opinión pública como es la
democracia, la sensación del electorado es que el silencio de Rajoy esconde
miedo y, puede, culpabilidad, por acción o por omisión. Recuperar la
credibilidad ante la ciudadanía, los mercados y demás agente sociales, políticos
y económicos es una tarea inmensa que no se hasta qué punto está en condiciones
de llevar a cabo un gobierno y un presidente asediado desde la prensa, parte de
su propio partido y muchas capas de la sociedad. El deseo del PP de que el caso
Bárcenas encallase en los juzgados se ha revelado ilusorio, y la decisión del
juez Ruz de llamar a declarar a mitad de agosto a Cospedal, Arenas y Álvarez
Cascos ha sembrado de dudas los ambientes en Génova, sobre todo por lo que diga
Cascos, que hace tiempo que rompió la relación con el que fue su partido, que
como secretario general del mismo en sus tiempos algo debía saber de todo esto
y que es uno de los que, en primera instancia, nada tiene que perder ni ganar
por contar lo que sabe, aunque eso hunda aún más al PP. En el seno del propio
gobierno, el teórico núcleo duro que arropa al presidente, y que deben su
puesto a la elección personal del jefe, surgen rumores y dudas, casi todas
ellas en torno al papel de Alberto Ruiz Gallardón, de hasta qué punto es leal a
su jefe, o espera que la crisis le aúpe a lo más alto del ejecutivo tras la caída
del marianismo. En fin, rumores, dichos e historietas que corren por los
mentideros del poder y de internet que no se hasta qué punto son fiables, pero
que sí demuestran una cosa. Mariano Rajoy empieza a perder el control de la situación,
y con él parte del inmenso poder que logró obtener hace poco menos de dos años.
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