Si ayer reflexionaba un poco
sobre lo que supone el desastre que está teniendo lugar en Egipto en el
contexto de las llamadas primaveras árabes, hoy quiero fijarme en el interior
de ese inmenso país, con unas ochenta millones de almas, más o menos como
Alemania, el más poblado de los países árabes y foco de cultura y tradiciones
para todos ellos. Lo que sucede en Egipto, tarde o temprano, es imitado por sus
vecinos, y lo que emana de las calles de El Cairo se convierte en un mensaje
que se transmite a todo el mundo árabe. Su importancia es vital, pero eso no
arregla en nada la situación que vive el ciudadano cairota.
Y es que en Egipto se está
produciendo un enfrentamiento que, con todas las distancias y matices posibles,
me recuerda mucho al que se dio en España al inicio de la guerra civil. En
aquel entonces el golpe militar se levantó contra un gobierno elegido por las
urnas, en unos comicios más o menos limpios, que representaba la corriente
ideológica dominante en el panorama internacional, el comunismo, con todas sus
variantes. El alzamiento militar degeneró en guerra civil y hundió a España en
su mayor tragedia de la era contemporánea. En Egipto el ejército se ha
levantado, de una manera más moderna, contra un gobierno elegido por las urnas
que representa la corriente ideológica dominante en el mundo musulmán hoy en
día, el islamismo. Reconozco que el ejemplo es algo forzado, pero lo más
importante que quiero señalar es que entonces, como ahora, dos fuerzas
completamente antagónicas, irreconciliables y enfrentadas se levantaron en
armas con el ánimo de destruir una a la otra. El ejército egipcio no va a
permitir que los islamistas vuelvan al poder (de hecho no creo que permita que
nadie que no sea el propio ejército ocupe dicho poder, al estilo franquista) y
los islamistas no van a renunciar al poder que creen que es suyo por la gracia
de Alá, y que se les otorgó hace un año en un proceso electoral civil. Y en
medio de estas dos enormes fuerzas, en medio de la batalla que se plantea día a
día en las calles de El Cairo y el resto de ciudades, está el tercer bando, la
tercera España, como la han denominado algunos, que es mucha, mayoritaria en
ocasiones, que son los ciudadanos ayer en España, hoy en Egipto, que no son
islamistas ni militares, que pueden profesar una fe en Alá pero no están
radicalizados, que son liberales pero no apoyan un golpe que ha degenerado en
una carnicería, que tienen creencias o no, ideologías o no, pero que tratan día
a día de ganarse un pan en medio de una economía deshecha y que ven cómo se
encuentran entre dos fuerzas cada vez más fanatizadas y violentas que tratan de
acabar con todo lo que se interponga en su camino. ¿Qué hacer? ¿Qué camino
escoger? Muchos intelectuales españoles, cuando se desató la guerra, vieron horrorizados
como su país caía en la locura y ya no había sitio para los argumentos y la
palabra, sólo para los disparos. Republicanos, monárquicos, liberales,
socialistas... muchos que, desde sus diversas ideologías no estaban dominados
por el odio al contrario, se vieron en la tesitura de elegir un bando u otro.
Algunos, forzados, así lo hicieron, y se traicionaron a sí mismos con tal de
salvarse, otros escogieron trinchera en función de dónde les pilló la guerra. Y
otros, los más afortunados de cara a mantener su esperanza de vida, huyeron al
extranjero, desaparecieron, se largaron en medio de la desolación y la
tristeza. Libros de testimonio como el “A sangre o fuego” de Chaves Nogales o
novelas como “La noche de los tiempos” de Antonio Muñoz Molina, retratan ese
drama del exiliado, del hombre culto que ve como huir es la única alternativa
para escapar de la locura que se ha apoderado de su país y que acaba con los
suyos, con lo más querido. Son libros duros, tristes, desesperanzados…
necesarios, que cuentan la historia del fracaso de un país, de una sociedad, y
de cómo los náufragos que se han arrojado al mar retratan el hundimiento de lo
que para ellos era su casa, su patria, en la sombra y la muerte.
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