Ayer, por primera vez desde que
empezó el verano de verdad, y cuando parece que empieza a acabarse, llovió en
Madrid. Lo hizo de una manera caprichosa, irregular, con fuertes trombas en la
zona noroeste, cercana al aeropuerto, y jirones indecisos en el resto de la ciudad,
que mojaron el suelo, refrescaron y aliviaron la sequedad ambiental que llevaba
semanas, meses, reinando sin oposición alguna. Parecía por momentos que las
gotas, tímidas, pedían permiso al recalentado asfalto para tirarse contra él y,
una vez concedido, lo hacían con cuidado, con elegancia, como si no quisieran
romper la calma del suelo…. Sí, llovió con cuidado…
Ilusionado por el chubasco y
nuevas formaciones nubosas que se encaminaban hacia la ciudad desde el
suroeste, llegue por la tarde a casa y cámara en ristre me subí a un pequeño
promontorio que está cerca de mis pisos, en una zona que iba a ser la
culminación de un gran parque verde que flanquea todo mi barrio, pero que por
motivos de agotamiento presupuestario sigue siendo una especie de vertedero que
linda con las zonas que sí llegaron a arreglarse. Hay por así decirlo, un punto
de transición entre el jardín arreglado y el arenal salvaje que indica eso de
“hasta aquí llegó la pasta”. Esa elevación de la zona salvaje no es tan
prominente como la del parque de las tetas, ni si quiera como la que se
encuentra al final de la zona arreglada, en la que se ha aprovechado para hacer
una especie de mirador, pero a cambio está mucho más cerca de mi portal, hecho
relevante si, como preveía, una nueva tormenta se iba a pasar sobre mi cabeza.
En fin, allí subí, me aposté y esperé. Y como veía por el
radar de la web de AEMET un potente chubasco se acercaba a Madrid desde la
zona de Toledo, pero no era necesario que prestase atención a la pantalla de mi
móvil, no. Ante mi se encontraba una enorme formación nubosa, oscura, que
cubría todo el flanco sur y este de mi visión, de la que se descolgaba una
columna negra de precipitación, lo que le hacía tomar al conjunto una forma muy
parecida a las que adoptan las grandes explosiones nucleares. Aunque parecía
estar cerca, la columna de lluvia se encontraba a bastantes kilómetros de mi
posición, los suficientes para que se pudiera apreciar toda la base de la nube
y su inmensa extensión, al lado de la cual una ciudad enorme como Madrid no es
sino una pequeña porción de terreno presto a ser barrido. Se intuían rayos de
fondo, pero se veían también lejanos y no se oían. Con el paso de los minutos
la tormenta se acercó, y empezó a virar, de tal manera que recorrió una
trayectoria en sentido este oeste más que suroeste noreste, por lo que pasó por
la parte sur de la ciudad y localidades limítrofes, pero no llegó a afectar a
Madrid centro ni a mi barrio, sito al este. Eso sí, estaba mucho más cerca,
podía distinguir las cortinas de precipitación y se veían los rayos con mucha
mayor claridad, llegándose incluso a escuchar algún trueno, amortiguado por la
distancia y el ruido incesante de una ciudad que no para. Y a medida que la
tormenta se movía hacia el este dejaba abierto un flanco en el oeste, por el
que cada vez se colaban más rayos de un sol al que ya no le quedaba demasiado
tiempo para ponerse. A una media hora de su puesta emergió el sol de entre las nubes,
inmenso, sin que nada se le interpusiera, y empezó a iluminar las cortinas de
lluvia con unos rayos muy horizontales, preludio de su despedida, y la imagen
empezó a ser sobrecogedoramente bella.
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