lunes, agosto 12, 2013

Las tardes de Agosto


Es Agosto un mes especial. A mi modo de ver, junto a Diciembre, es el único que posee un toque propio, una especie de sensación asociada que lo caracteriza. Si en el último mes del año es la Navidad y, precisamente, esa sensación de que se agota el tiempo la que domina todo, en Agosto es justo lo contrario, el tiempo infinito, la sensación de que las horas se detienen, o que las manecillas ralentizan su avance. La menor actividad laboral y el hecho de que los ruidos sean menores nos traslada a un mundo más relajado, como si por un momento fuera posible, con las comodidades presentes, acudir a una época remota en la que todo era silencio, paz y tranquilidad, o al menos así la imaginamos, pese a que no fuera cierto.

Esa sensación se agudiza por las tardes. Los que tienen vacaciones no distinguirán entre la mañana y la tarde, pero los que habitualmente trabajamos en agosto nos encontramos con que, tras la jornada laboral, llega una tarde larga, inmensa, quieta, en la que se puede hacer de todo aunque a veces lo único que se haga sea nada. Pensaba en esto ayer por la tarde, Domingo, al poco de terminar el Telediario de la Primera. Estaba mirando unas hojas en casa, con las persianas medio bajadas y las ventanas casi cerradas, dado el intenso calor que hacía por la tarde, y en un momento en el que tuve la tele quitada y nada sonaba en mi casa me di cuenta de que tampoco sonaba nada en el exterior. Era el silencio total. En ese instante, por poco tiempo, tampoco las chicharras ni los grillos estaban emitiendo su escandaloso ronroneo al rimo que impone el calor, y se podía captar la sensación de ausencia. Ni un ruido en mi escalera, sospecho que medio vacía, nadie por las aceras de mi barrio, que no son especialmente transitadas, pero en eso momento lo eran aún menos. Abrí la persiana a riesgo de insolarme para mirar la carretera que hace de calle y bordea mi barrio por un extremo, y tampoco. Ningún coche pasaba subiendo y bajando, y la mitad de las plazas de aparcamiento lucían desiertas. Los árboles, orgullosos sufridores, como soldados en vela, aguantaban el sol que les caía a plomo y parecían estar dándose sombra a sí mismos para guarecerse de la inmensa luz que parecía querer abrasarles. Mirando los bloques de enfrente sólo veía persianas bajadas, cortinas corridas y aires de vacío, silencio y sueño. Parecía que todo el barrio se estuviera echando una siesta, todos metidos en casa y bajo un sopor dominado por el calor y el aire calmo. Una imagen de tiempo detenido completamente real, nada imaginario. Los minutos parecían no pasar porque nada cambiaba en el entorno. De mientras leía unas cosas, ya con música puesta en casa, pensaba en cuánta gente estaría despierta en ese momento, y de cuántos no. Seguro que muchos acababan de comer y estaban sesteando tras una sobremesa larga y calurosa. En ese instante la ciudad no existía. Sus habitantes habían desertado. Casas, coches, calles y aceras no eran sino un decorado vacío, una falsa tramoya que permitía oír el ruido de la nada que se podía disfrutar en un pueblo o en un descampado. Es cierto que una ciudad como Madrid posee un rumor de fondo, producido por el tráfico, que nunca desaparece, pero ya que uno se acostumbra a los entornos y los acaba mimetizando ese ruido es para el habitante urbano como un silencio, una base sobre la que edificar los sonidos reales, y a veces hasta hay que hacer un esfuerzo para distinguirlo de entre los demás sonidos. Ayer por la tarde ese fondo, como el de microondas del Big Bang, estaba pero era muy difícil de detectar. Casi invisible, casi inaudible, era lo único que resonaba en la calle.

Seguro que si en ese momento pasa por la carretera un coche ruidoso, o cruzan por la acera un par de chavales haciendo ruido, surgen voces desde el interior de las casas, que antes estaban muertas, reclamando silencio, respeto y calma. Una conversación, el bote de un balón, pegar un golpe a una lata.. algo tan simple como eso hubiera sido suficiente para rasgar un silencio que lo cubría todo, que se había adueñado del entorno, creando con ese gesto tan sencillo un efecto poderoso, como el estruendo que genera un trueno de tormenta en una noche de verano. Esa quietud absoluta era la perfecta definición de lo que es una tarde de Agosto, que era infinita en la infancia y que, años después, también puede volver a serlo a poco que la busquemos. 

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