España cada vez me recuerda más
al pasaje bíblico de Sodoma y Gomorra. En él, si recuerda, Dios comunica a
Abrahám que destruirá las ciudades porque están en un pecado irreversible. El
patriarca trata de convencer a Dios, que se muestra generoso en el caso de que
le muestre cincuenta inocentes. Abraham los busca y no halla, y a partir de ahí
se establece una negociación a la baja entre ambos que culmina con la salvación
de Lot, sobrino de Abraham, y su familia, y la incineración de las ciudades,
una de las cuales, Sodoma, pasa a la jocosa posteridad y la otra, además de
destruida, es olvidada.
Digo esto porque empiezo a pensar
que no hay lugar en el que se escarbe en este país y permita encontrar un caso
de corrupción. Sobresueldos no declarados, cohechos, precios inflados,
sobornos, compra venta de bienes y voluntades, malversación, fraude… en todas
partes se repite el mismo esquema que resulta tedioso, absurdo y deprimente.
Cada semana tenemos un caso nuevo, de una gravedad similar o superior al que
nos obsesionaba la anterior, y que entra en tromba en la actualidad política y
mediática, para ser relevado por otro al cabo de pocos días. Cambian las
empresas, el sector, el partido político y los nombres, pero en esencia todo es
lo mismo. Ahora le ha tocado a ADIF. ADIF es la empresa pública, por
simplificar las cosas, que se encarga de la construcción de las líneas de alta
velocidad. Diseña los recorridos, aprueba los proyectos, saca los concursos de
obra y las paga. Es un gigante tanto en personal como en medios, y su esfuerzo
inversor durante estos años ha sido enorme, en parte cofinanciado con fondos
europeos, en lo que yo trabajo. Como responsable y gestor de las
infraestructuras una vez construidas, su fama es buena, tiene una imagen sólida
y de prestigio, y una gran experiencia a la hora de desarrollar soluciones
técnicamente válidas en terrenos difíciles, dada la orografía de España y las
necesidades de líneas planas que demanda la alta velocidad. Esto le ha
permitido presentarse a concursos internacionales, en medio del boom de la alta
velocidad que se vive en varias partes del mundo (las que pueden costeársela) y
se ha adjudicado contratos muy importantes, como el llamado “AVE de los
peregrinos” entre Medina y La Meca, en Arabia Saudí. Pues
bien, el último escándalo conocido afecta a ADIF, en forma de sobrecostes
injustificados y estrafalarios en varios de los tramos finales de la línea Madrid
Barcelona, con unos desvíos presupuestarios enormes, un abuso de la figura del
modificado de contrato, que tristemente es tan habitual en la obra pública
española, y un presunto soborno por parte de una de las empresas adjudicatarias
de los trabajos, la constructora Corsan Corvian, que le habría permitido
facturar “extras” por varios millones de euros, soborno mediante a funcionarios
y personal de ADIF. El modus operandi de estas corruptelas siempre es el mismo.
Se licita la obra por X euros, se la lleva un adjudicatario que rebaja el
importe en un gran porcentaje y, una vez comenzada, surgen problemas, reales o
no, que acaban provocando que la obra cueste dos o aún más veces X, y entre
tanta porción de X apenas se ven algunas dádivas otorgadas a los supervisores
del contrato para que no miren donde no deben. Y así todos ganan dinero, unos
muchísimo, otros no tanto, pero algo, y el contribuyente, que es quien lo paga
todo, pierde, no se entera, y que se joda. Cambien el sector, las empresas, los
nombres, pero verán que el funcionamiento es muy similar.
Cuando sale el tema de la corrupción discuto
habitualmente con quienes me encuentro, y acabo siendo acusado de todo, cuando
digo que ahora no hay más corrupción que antes, siempre ha habido mucha. La
diferencia es que ahora nos enteramos, y por eso nos escandalizamos algunos
(otros muchos, muchísimos, no, matiz muy importante que no conviene olvidar).
En el caso de ADIF el daño que este caso hace a la marca de la empresa y a la
imagen del país es enorme, gravísimo, y de difícil arreglo. Súmenle a eso los
múltiples casos de faraónicas obras que viven en medio del abandono, pagadas
seguramente con idénticos sobrecostes, y el panorama es para llorar. Las tristes
consecuencias de la maldita burbuja en la que todos nos subimos, y que todo lo
corrompió, pudrió y destruyó a su paso.
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