Resulta asombroso el juicio tan
sumamente parcial con el que valoramos los hechos según nos son más o menos
cercanos. La enfermedad del vecino es una gran tragedia para nosotros pero
decenas de muertos en una aldea remota apenas ocupan un suelto en la parte
inferior de una columna de periódico. Un atentado en el que muera un occidental
blanco adquiere mucha mayor relevancia que el asesinato de decenas, cientos, de
asiáticos, negros o de cualquier otra de las poblaciones mundiales. Supongo que
será un hecho instintivo, natural hasta cierto punto, útil en una época
primitiva de aislamiento de los individuos, pero que genera enormes injusticias
en un mundo globalizado como el nuestro.
En Nigeria, ese país sito en
África, cerca del golfo de Guinea, con una enorme población que va camino de
los doscientos millones de personas y no deja de crecer, y una economía que
hace pocas semanas superaba oficialmente a la de Sudáfrica y se convertía en la
mayor del continente, en ese país que apenas sabemos ubicar en el mapa, opera
desde hace años una secta islamista llamada Boko Haram, que viene a decir más o
menos “la educación occidental es pecado”. Los sujetos de este grupo violento se
han especializado en crueles y salvajes asesinatos de cristianos, normalmente
de forma masiva, con tácticas atroces propias de los nazis, mediante el asalto
a colegios o iglesias. En muchas ocasiones han encerrado en ellas a las
personas que asistían a clase o a los oficios religiosos y, tras ametrallarlos
por las ventanas, han prendido fuego a los edificios para exterminarlos. Operan
en el norte del país, buscando la creación de un estado regido por la sharia,
la ley islámica, y entre los terroristas islamistas son de los más activos,
tristemente, efectivos. Sin embargo sus matanzas apenas han conseguido eco en
los medios occidentales. Dado que atacan iglesias, muchos de sus atentados se
han perpetrado en Domingo, y no son pocos los que, viendo el telediario, el
presentador comentaba de pasada una nueva acción de ese grupo que,
habitualmente, leía con dificultad y le sonaba raro, siempre en torno a la
mitad pasada del espacio informativo, más o menos en la sección de “breves”.
Salvajismo, impunidad y olvido, el caldo perfecto para extender el terror, y que
en África se da con excesiva y reiterada frecuencia. Los llamamientos de las víctimas
de esta secta a la comunidad internacional para que actúe, o al menos se entere
de lo que allí pasa no han servido para nada. Nadie, ni la ONU ni ninguno de
los otros organismos existentes, tanto los inútiles como los que sirven para
poco, han prestado atención alguna a Nigeria y sus muertes. Negros, pobres en
su mayoría, desamparados, cristianos, sin recursos… una población absolutamente
prescindible para el interés del espectador medio y que no va a generar ni
repulsa ni llanto ni conmoción en caso de ser mostrada en la cámara. Simple
indiferencia. Sólo algunos valientes en la tele pública y en la radio (mención
especial a Carlos Alsina) han ido contando lo que allí pasa, en medio del
silencio de todos los demás. Y
ha sido la última acción de esta secta maligna, el secuestro de más de
doscientas escolares, todas ellas chicas, la que ha conseguido que parte de
la atención internacional gire su cabeza e, indolente, ponga un ojo en Nigeria.
Esas niñas estaban en la escuela, estudiando, y Boko Haram considera que estudiar
es pecado, y ser mujer también. Por lo tanto las
raptó, con el fin de esclavizarlas sexualmente, venderlas como si fueran ganado
a quien las compre y, si llega el caso, matarlas, porque su vida no vale
nada a ojos de Alá y de los radicales y fanatizados intérpretes de su mensaje.
Así de crudo y duro.
Al poner un ojo sobre el país algunos han
descubierto a una nación que crece de manera descontrolada, con una demografía
salvaje, un gobierno incapaz de hacer frente a las necesidades de sus
habitantes, que apenas puede combatir a los islamistas de Boko Haram y que, en
el caso de este secuestro, se ha dedicado a mentir y minusvalorar la cifra de
niñas secuestradas porque, quizás, eran mujeres, y tampoco valían demasiado a
los ojos del propio gobierno, y qué más daba diez que cien. Como es obvio que
no se va a organizar una misión internacional de rescate de las niñas ni se van
a movilizar cascos azules ni nada por el estilo, su futuro dependerá de la
voluntad de sus siniestros captores, y de la presión con la que los medios
cubran esta terrible noticia. Si cae en el olvido, ellas también lo harán.
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