El rostro de Camille Lepage
muestra unos ojos espectaculares, que sostienen una mirada fija, escrutadora,
inquieta, que parece preguntar más que observar. Con un mechón medio caído de
lado su imagen es bella, y pese a su edad, sólo 26 años, transmite una
sensación de fuerza y vitalidad enorme, de energía, de ganas de hacer realidad
sus propósitos, de comerse el mundo para poder entenderlo, y sólo una desgracia
o un malnacido sería capaz de poner fin a la fuerza que anida en esos ojos que
todo lo parecen querer ver. Pero lamentablemente eso, la desgracia en forma del
mal nacido, es lo que ha sucedido.
A
sus 26 años, y cada vez que lo escribo me asombro por la juventud que se
alberga en esas edad, Camille es la última de la larga lista de periodistas que
han sido asesinadas en los últimos tiempos. Su último destino, el que ha
resultado ser el definitivo, ha sido la República Centroafricana, uno de esos
países sitos en África que sólo son noticias cuando en ellos se desatan grandes
tragedias naturales, algunos de sus nacionales son recogidos de las vallas
fronterizas que delimitan nuestro paraíso europeo o, como es este caso, un
occidental muere en su territorio. El resto del tiempo viven sumidos en el
olvido y, frecuentemente, azotados por guerras de alta intensidad y baja
cobertura informativa. Contar lo que allí sucede es caro, peligroso y no vende,
no genera audiencia. Las desgracias locales, en las que podemos identificar el
paisaje, o cuyas víctimas pudieran ser nosotros mismos, por el color de la
piel, la forma de hablar y de vestir, son las que cubren nuestros informativos
diarios, y consiguen conmovernos, e incluso nos llevan a sacrificarnos. Las guerras
olvidadas, y en África lo son casi todas, no nos causan problema alguno Se
producen lejos, en un contexto que nos es tan ajeno como la superficie de
Marte, y en ellas participan personas que no nos suenan de nada, en lugares con
nombre exótico, que nos hacen pensar más en películas de Safari o en
atracciones de parque temático. A veces se producen casualidades que permiten que
esa realidad emerja en el minutaje de nuestros informativos, y entonces
reaccionamos, nos ponemos serios y llenamos la redes sociales de mensajes de indignación,
nos sacamos indignados selfies reclamando justicia y firmamos en una web para
que esas atrocidades no se produzcan. Y tras ello, nos olvidamos y seguimos con
nuestra vida diaria. Será lo normal, no lo niego, pero cada cierto tiempo algo
en mi cabeza me vuelve a recordar que es un comportamiento infame. Los ojos de Camille
han sido, esta vez, los que me lo han gritado nuevamente. Son personas como
ellas, periodistas locos, mal pagados, apenas sin medios, provenientes de
empresas que no dejan de aumentar sus pérdidas y recortar el salario de sus
empleados, o directamente freelances que se lanzan a la aventura para conseguir
un material con el que poder hacer carrera, los que nos permiten saber que esa
realidad olvidada, en este caso en África, sigue allí. Son los misioneros, los únicos
occidentales que viven el día a día en esas comunidades, los que a veces logran
salir a la luz y cuentan sus experiencias, silenciadas por ser incómodas y
reflejar una iglesia que sí cumple el evangelio, y que parece ser dañina tanto
para la jerarquía religiosa como para los que día a día denigran el sentimiento
de fe. Son los cooperantes que se arriesgan a visitar esas zonas, integrados en
médicos del mundo, ingenieros sin fronteras u otras plataformas por el estilo,
los que trabajan día a día para tratar de mejorar las condiciones de vida de
esas personas que sufren la guerra, la violencia y al pobreza extrema. En definitiva,
un pequeño grupo de locos que sacrifican su comodidad, esa de la que usted y yo
disfrutamos cada día, para hacer la vida mejor a quienes más lo necesitan,
Pudieron escoger los que demandan ayuda al lado nuestro, en nuestras ciudades,
pero ellos escogieron irse más lejos, allí donde les llamó su voluntad o fe.
Y todos necesitan que un
periodista, el más loco de los locos, vaya y cuente su historia, para que el
resto del mundo lo sepa, y pueda valorarlo. Por eso matar al periodista supone
silenciar la voz de los que más lo necesitan, y cegarnos los ojos a los que,
desde nuestras poltronas, podríamos hacer lago si quisiéramos. Matar a Camille es
la manera más efectiva que poseen los asesinos de perpetuar sus infames actos y
que se mantengan impunes. Su muerte es ponernos una venda para impedirnos
conocer lo que pasa a nuestro alrededor. Que no sea así, que en nombre de
Camille haya nuevos periodistas que sigan contándonos lo que allí pasa, y que
desde aquí se les apoye, pague, y reconozca su labor. Y luego dicen que la
información es gratis!!! Y una mierda, verdad, Camille??????
Mañana es San Isidro, festivo en la ciudad de Madrid.
No me cojo puente así que el Viernes 16 aquí estaré, dándole a la tecla.
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