miércoles, mayo 14, 2014

Y luego dicen que la prensa es cara (para Camille Lepage)


El rostro de Camille Lepage muestra unos ojos espectaculares, que sostienen una mirada fija, escrutadora, inquieta, que parece preguntar más que observar. Con un mechón medio caído de lado su imagen es bella, y pese a su edad, sólo 26 años, transmite una sensación de fuerza y vitalidad enorme, de energía, de ganas de hacer realidad sus propósitos, de comerse el mundo para poder entenderlo, y sólo una desgracia o un malnacido sería capaz de poner fin a la fuerza que anida en esos ojos que todo lo parecen querer ver. Pero lamentablemente eso, la desgracia en forma del mal nacido, es lo que ha sucedido.

A sus 26 años, y cada vez que lo escribo me asombro por la juventud que se alberga en esas edad, Camille es la última de la larga lista de periodistas que han sido asesinadas en los últimos tiempos. Su último destino, el que ha resultado ser el definitivo, ha sido la República Centroafricana, uno de esos países sitos en África que sólo son noticias cuando en ellos se desatan grandes tragedias naturales, algunos de sus nacionales son recogidos de las vallas fronterizas que delimitan nuestro paraíso europeo o, como es este caso, un occidental muere en su territorio. El resto del tiempo viven sumidos en el olvido y, frecuentemente, azotados por guerras de alta intensidad y baja cobertura informativa. Contar lo que allí sucede es caro, peligroso y no vende, no genera audiencia. Las desgracias locales, en las que podemos identificar el paisaje, o cuyas víctimas pudieran ser nosotros mismos, por el color de la piel, la forma de hablar y de vestir, son las que cubren nuestros informativos diarios, y consiguen conmovernos, e incluso nos llevan a sacrificarnos. Las guerras olvidadas, y en África lo son casi todas, no nos causan problema alguno Se producen lejos, en un contexto que nos es tan ajeno como la superficie de Marte, y en ellas participan personas que no nos suenan de nada, en lugares con nombre exótico, que nos hacen pensar más en películas de Safari o en atracciones de parque temático. A veces se producen casualidades que permiten que esa realidad emerja en el minutaje de nuestros informativos, y entonces reaccionamos, nos ponemos serios y llenamos la redes sociales de mensajes de indignación, nos sacamos indignados selfies reclamando justicia y firmamos en una web para que esas atrocidades no se produzcan. Y tras ello, nos olvidamos y seguimos con nuestra vida diaria. Será lo normal, no lo niego, pero cada cierto tiempo algo en mi cabeza me vuelve a recordar que es un comportamiento infame. Los ojos de Camille han sido, esta vez, los que me lo han gritado nuevamente. Son personas como ellas, periodistas locos, mal pagados, apenas sin medios, provenientes de empresas que no dejan de aumentar sus pérdidas y recortar el salario de sus empleados, o directamente freelances que se lanzan a la aventura para conseguir un material con el que poder hacer carrera, los que nos permiten saber que esa realidad olvidada, en este caso en África, sigue allí. Son los misioneros, los únicos occidentales que viven el día a día en esas comunidades, los que a veces logran salir a la luz y cuentan sus experiencias, silenciadas por ser incómodas y reflejar una iglesia que sí cumple el evangelio, y que parece ser dañina tanto para la jerarquía religiosa como para los que día a día denigran el sentimiento de fe. Son los cooperantes que se arriesgan a visitar esas zonas, integrados en médicos del mundo, ingenieros sin fronteras u otras plataformas por el estilo, los que trabajan día a día para tratar de mejorar las condiciones de vida de esas personas que sufren la guerra, la violencia y al pobreza extrema. En definitiva, un pequeño grupo de locos que sacrifican su comodidad, esa de la que usted y yo disfrutamos cada día, para hacer la vida mejor a quienes más lo necesitan, Pudieron escoger los que demandan ayuda al lado nuestro, en nuestras ciudades, pero ellos escogieron irse más lejos, allí donde les llamó su voluntad o fe.

Y todos necesitan que un periodista, el más loco de los locos, vaya y cuente su historia, para que el resto del mundo lo sepa, y pueda valorarlo. Por eso matar al periodista supone silenciar la voz de los que más lo necesitan, y cegarnos los ojos a los que, desde nuestras poltronas, podríamos hacer lago si quisiéramos. Matar a Camille es la manera más efectiva que poseen los asesinos de perpetuar sus infames actos y que se mantengan impunes. Su muerte es ponernos una venda para impedirnos conocer lo que pasa a nuestro alrededor. Que no sea así, que en nombre de Camille haya nuevos periodistas que sigan contándonos lo que allí pasa, y que desde aquí se les apoye, pague, y reconozca su labor. Y luego dicen que la información es gratis!!! Y una mierda, verdad, Camille??????

Mañana es San Isidro, festivo en la ciudad de Madrid. No me cojo puente así que el Viernes 16 aquí estaré, dándole a la tecla.

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