Debido a los atentados de París,
a la psicosis generada y a la necesidad que tienen los gobiernos de ofrecer
respuestas, sean estas cuales sean, se está volviendo a discutir la necesidad
de crear nuevas leyes que permitan mayor control de los pasajeros en vuelo y
que, llegado el caso, restringirían el acuerdo de Schengen, ese que hace
posible que, entre otras cosas, usted y yo nos movamos entre países que lo han
firmado, principalmente UE, sin trabas. Puede que algunas de estas medidas sean
necesarias y útiles, pero creo que no abordan los aspectos fundamentales del
yihadismo, que ya está aquí.
Uno, básico, es el de la financiación.
Sean de mayor o menor envergadura, las operaciones terroristas hay que
pagarlas, las estructuras de apoyo, formación y captación requieren dinero, y
desde luego hace falta mucho dinero para enviar gente a la guerra de Siria y
mantenerles activos allí durante meses o años. Esos flujos de dinero, junto con
el fanatismo, son la sangre que alimenta esa hidra maldita, y deben ser
cortados. ¿De dónde viene ese dinero? Pues no está claro, lo cual ya indica qué
poco hemos avanzado en este campo, y a medida que las cantidades implicadas
aumentan también lo hacen la sospecha y los miedos a meterse en un conflicto
internacional. Por una parte hay ingresos para el terrorismo que podemos
denominar informales, provenientes de donativos de adeptos, trapicheos, aportaciones
voluntarias de sueldos, empresas tapadera, desvíos del zakat, limosna para los
pobres, que es uno de los preceptos de obligado cumplimiento del islam, etc. Mediante
fuentes de este tipo es posible mantener personal activo y células en los países
occidentales, y una mínima estructura, pero no permiten grandes alegrías. Quizás
sí comprar algún tipo de armamento, pero no organizar planes de alta complejidad
como el 11S. Y desde luego no proporcionar el entrenamiento ni la oferta de
viajes “de prácticas” que existen hoy en día. Para eso debemos irnos a fuentes
financieras mucho más importantes. El Estado Islámico las posee en forma de
petróleo, que sigue vendiendo en el mercado negro a un precio aún menor al que
se registra en los desplomados mercados, ya por debajo de 50$, y recursos
varios, fruto de la rapiña de los territorios que conquista. Parece también
probado que algunos magnates islámicos aportan no poca de su fortuna a la causa
yihadista, quizás queriendo emular al propio Bin Laden que, recordemos, uso su
enorme riqueza, creada por su familia, constructores, para fundar Al Queda y
dotarle de medios y personal. Pero aún más importante es la sospecha que ronda
en la cabeza de muchos, y no es otra que el papel que juegan determinados países,
especialmente las monarquías petroleras del Golfo Pérsico, en todo este asunto.
Arabia Saudí es la principal fuente de financiación de las escuelas coránicas
de todo el mundo, escuelas en las que, si son controladas por los Saud, se
imparte el wahabismo, una versión integrista del islam que es fácilmente derivable
hacia el terror fundamentalista. Recordemos que, como principal potencia sunita
del mundo, los vínculos entre el yihadismo sunita y el pensamiento que rige en
la casa de Saud son obvios, y ante ellos tanto el chiismo como el
occidentalismo se presentan como enemigos absolutos.
Y la introducción de estos países en el flujo
financiero del terror nos pone de frente con uno, otro más, de los problemas de
este asunto, que es la hipocresía global. Puede que el mismo dinero que alimentamos
día a día en el surtidor de gasolina, y que organiza eventos deportivos
globales como mundiales de fútbol o atletismo, y que estampa su nombre en
camisetas de equipos de fútbol u otros deportes, sea el que lleva los
kalashnikov a las manos de terroristas como los hermanos Kourachi o paga los
vuelos, estancias y guerras en las que se embarcan los fanatizados de occidente.
¿Cómo frenamos esto? Pero antes, ¿Cuándo empezaremos a investigarlo en serio?
Con eso me conformaba, para que vean que escéptico soy.
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