miércoles, enero 28, 2015

Monumento a la hipocresía en Arabia Saudí


Muchas veces se utiliza la expresión “el elefante en una habitación” para referirse a un problema gordo, grave, complejo, que inevitablemente nos va a causar disgustos, pero que negamos de manera continua, que no queremos afrontar, que rechazamos ver. Hacemos como que el elefante no existe por miedo a enfrentarnos a él y a sus consecuencias. Eso normalmente sólo origina un engorde del elefante con el tiempo, hasta que la habitación se llena de trompas y orejas y no queda más remedio que actuar, con unas consecuencias peores que si lo hubiéramos hecho en su momento. Y luego, el arrepentimiento. Siempre funciona igual.

Arabia Saudí es uno de esos enormes elefantes que lleva engordando desde hace tiempo, y criando nuevos elefantes de paso, en el tablero internacional, y que no recibe ni la atención debida ni, me atrevo a afirmar, el castigo merecido. Poseedora de las mayores reservas de crudo (conocidas) y con un bajísimo coste de extracción (prácticamente no pierde dinero a los precios actuales) ha actuado como la gasolinera del mundo durante la mayor parte del siglo XX, logrando enormes contratos con empresas occidentales de todo tipo, especialmente energéticas y militares, y se ha convertido en un aliado fiel y estable. A cambio, hemos mirado hacia otro lado a la hora de juzgar al régimen que rige en Riad, su capital, una monarquía absoluta feudal, controlada por la casa Saud, fundadora del estado, en el que el Corán se aplica de manera rigorista, los derechos humanos no existen ni en pintura y las restricciones políticas, morales y sociales lo asemejan mucho más al estado islámico que a cualquier otro régimen que nos podamos imaginar. Bañados en ese petróleo y los dólares que proporciona, el régimen saudí ha exportado a todo el mundo el islam que practica, basado en la corriente wahabi, una rama integrista y sectaria de carácter sunita surgida en las arenas de ese desierto en el siglo XIX, que aliada con los Saud, ayudó a la formación del poder político a cambio de la cesión de las almas de los siervos por él sometidos. Mezquitas, escuelas coránicas y centros de difusión del islam en todo el mundo, financiados sin límite por el dinero saudí, llevan décadas enseñando esta rigorista versión de una religión que es muy fácil de manipular, sembrando el odio en los corazones de pequeños y jóvenes, que son adoctrinados en su paranoico credo. Como guardianes de los lugares santos del islam, y como los más ricos de entre todos ellos, los saudís siempre han tenido una voz decisiva en todo lo que hace a la interpretación de las palabras de Mahoma. Si en ellos rigiera una doctrina aperturista el mundo sería muy distinto, pero no es así. Ese yihadismo implantado en medio del petrodólar ha generado monstruos como Bin Laden y su organización Al Queda, y en cada operación antiterrorista que se produce en el mundo existe un rastro, tenue a veces, claro en otras, que lo vincula con instituciones o fuentes de financiación que acaban llegando a la casa de Saud. Sin ir más lejos, tres cuartas partes de los terroristas que destruyeron las torres gemelas eran, sí, sí, saudíes. Pero pese a estas evidencias, y a la flagrante violación de los derechos humanos que se produce día tras día en ese país, las relaciones de los saudíes con el resto del mundo son prácticamente idílicas. Engrasadas con millones de barriles de crudo diarios, los Saud compran la voluntad del mundo y siguen siendo un factor de inestabilidad local que, con la emergencia del ISIS y el terrorismo yihadista, los hace peligrosos a nivel global. La actual guerra de precios del petróleo, creo que provocada por ellos, busca que sigan siendo necesarios y, vía quiebra del fracking, volver a atar al socio norteamericano.

Este pasado fin de semana, con motivo de la muerte del Rey Abdalá y la sucesión en su medio hermano Salman, casi todos los dirigentes mundiales han acudido en peregrinación a Riad a rendir tributo a la memoria del fallecido dictador, que lo era, y alabar la figura del nuevo dictador, que lo va a ser. Y todo por petróleo. El espectáculo ha sido de una hipocresía y sonrojo difícilmente superable, sobre todo porque muchos líderes occidentales sabían, en lo más profundo de su interior, que daban el pésame a unos señores que, por la espalda, financian a grupos que, o ya han atentado en nuestras ciudades, o lo harán cuando menos lo esperemos. Urge hacer algo con Arabia Saudí, y convertirlo en el paria internacional que, por su comportamiento, debiera ser. Pero no se actuará, y el elefante engordará hasta a saber cuándo.

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