A lo largo de estos días, cada
vez que ha surgido el tema de los atentados parisinos, los debates acaban
convergiendo en el asunto de la religión, en la influencia del islam, y en el
integrismo de las creencias que lleva a cometer actos salvajes como los que
hemos visto. Lo primero que hay que dejar claro, como bien lo hizo ayer el
primer ministro francés Manuel Valls, es que estamos en guerra, sí, pero contra
el yihadismo, contra el fanatismo, no contra una religión. Así como gritábamos
hace años “vascos sí, ETA no”, ahora debemos gritar “musulmanes sí, yihadistas
no”.
Personalmente siempre he tenido una
visión ingenua de la religión que la realidad, machacona, se empeña en llevar
la contraria. Educado en un ambiente católico, en un País Vasco en los setenta
y ochenta en los que la religión lo era todo, he tenido épocas de creencia más
intensa y épocas de menor compromiso. Creo que con los años esa fe se ha ido
diluyendo y, aunque persiste, es débil. He llegado a la obvia conclusión de que
la religión es un ámbito privado de las personas, que se puede expresar en público,
pero que no puede condicionar el devenir de toda una sociedad, porque en ella
hay pluralidad de creencias o increencias. Es fácil, pero no. También desde
pequeño tenía un problema, que sigo manteniendo, con el concepto de integrista.
Dado que los evangelios hablan de amor, de entrega a los demás, de poner la
otra mejilla, y presentan en general a un Jesús que no es violento, pensaba en
mi infancia que los integristas religiosos debían ser los más pacíficos, mansos
y amorosos del mundo. Cuando conocía la existencia de las comunas hippies de
los sesenta me recordaron mucho a esa imagen que tenía del integrista, como
fuente de amor compartido y de paz (en los evangelios no se fuma, pero eso eran
detalles de contexto, atrezo). Sin embargo en los medios de comunicación la
imagen del integrista era, y es, la de un señor muy enfadado, rabioso, que
ordena a sus acólitos cometer barbaridades y que enarbola la violencia como auténtica
palabra de Dios. A lo largo de la historia el integrismo, de todas las
confesiones religiosas, ha derivado en violencia sectaria y en episodios de
crueldad que son completamente antirreligiosos. A mi modo de ver se da la
paradoja de que, quienes se confiesan como integrista son, en realidad, los
mayores pecadores posibles, porque atentan contra todos los principios de la fe
que dicen defender, pero que violan, vejan y afrentan en cada uno de sus actos.
En el caso de la religión católica, que nos pilla más de cerca, durante siglos
hemos logrado domesticarla hasta convertirla en una creencia personal y ajena a
la violencia, pero en ocasiones vemos comportamientos, como los casos de abusos
sexuales a menores, o la violencia que emplean ciertos grupos antiabortistas en
EEUU, que son completamente irracionales y ajenos al evangelio. Se puede estar
en contra del aborto, pero justificar en base a ello el asesinato de un médico
no solo es estúpido y delictivo, sino también una tergiversación de la fe que
la mancilla por completo. No soy experto en el Corán, y pese a que es cierto
que la religión musulmana posee preceptos que mezclan más que otras la gestión
de la vida pública y la privada, no me queda duda alguna respecto a que la práctica
normal y “domesticada” de esa religión es pacífica, tranquila y respetuosa con
los demás. El integrismo que nos afecta, y que sigue un pequeño pero no
despreciable porcentaje de los musulmanes, es un grave problema que, sobre todo
y en primer lugar, interesa atajar a los propios musulmanes que defienden y
quieren su religión, no esa versión rigorista y fanática que pretende
secuestrarla.
En las sociedades occidentales actuales, muy
descreídas, el papel de la religión ha sido ocupado por otro tipo de creencias
como, por ejemplo, el amor a los colores de un equipo de fútbol, que levanta
pasiones y, bien lo sabemos, violencia irracional. La fuerza de la religión, que
apela a lo más íntimo de las personas y nos enfrenta al dilema sin fin de la
vida y la muerte, es enorme, y su mal uso puede generar monstruos como los que
vemos estos días en acción, pero esos monstruos han sido creados por personas
que han cogido unos textos y los han violado, los han corrompido. La religión
no es el problema, es el uso y el abuso que de ella hacemos. Y eso es lo que
debemos controlar, perseguir y castigar.
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