La presentación de un libro
siempre es un bello acto para los amantes de las letras, y ayer tuvo lugar uno
de esos encuentros de belleza sin par. En torno a una mesa con tres copas, una
de ellas en homenaje a su amigo Rafael de Cózar, recientemente fallecido,
Arturo Pérez Reverte y Juan Eslava Galán desgranaron una conversación sobre un
montón de asuntos con la excusa de la presentación del último libro del de
Cartagena, la novela “Hombres buenos” que trata de la aventura de unos miembros
de la RAE que, en pleno siglo XVIII, viajan a París para conseguir un ejemplar
de la Enciclopedia, que en España está, como no proscrita.
De entre las muchas verdades y
reflexiones que allí se dijeron, me voy a quedar con dos referidas al mundo de
la novela y su creación, una novedosa y otra escuchada ya en varias ocasiones.
La novedosa es que Pérez Reverte, al contrario que otros autores, que afirman
sufrir y pasarlo mal en el proceso de la escritura, considera ese momento el
más gozoso de los instantes, la fuente de felicidad que, junto con el mar y otra
que no quiso desvelar, sacian su vida de alegría. El escribir, y la necesidad
de leer mucho para documentarse llevan a Arturo a una especie de trance en el
que su historia le absorbe, y él se deja absorber por ella, llevando así una
doble o triple vida, la propia y la de los personajes que bullen en su cabeza y
deambulan en las escenas que va componiendo. “Escribo para vivir varias vidas”
llegó a decir en un momento, y se deleitaba al describir el placer que le
supone, en esos meses o años de creación, el estar en un mundo paralelo, en el
que la realidad que observas y sientes se tamiza por el filtro de la historia
que creas, y las calles que pisas y las miradas que observas pueden llegar a
ser fragmentos de tu historia. Y ese vivir en el mundo paralelo para él es su
paraíso. La otra idea, ya escuchada en otros autores, es cómo el devenir de la
historia te puede llevar a donde tú nunca hubieras imaginado. Arturo, como
muchos otros autores, planifica sus novelas, crea unas tramas, urde unas
intrigas y va construyendo el artefacto novelesco usando reglas y estructuras
conocidas en la profesión, pero en muchas ocasiones lo que uno ha tejido con
mimo y firmeza se puede destejer o, más interesante aún, anudar de manera
imprevista, los personajes cobran una fuerza o camino no previsto, y entonces
el autor, en conversación con ellos, a veces discusión, debe decidir qué hacer,
hacia dónde tirar. Confiesa Reverte que en esta última novela, que mezcla la trema
histórica con la vivencia actual del escritor que la compone, esta última línea
narrativa se le ocurrió muy avanzada ya la escritura de la principal, porque echaba
algo en falta, necesitaba otra voz acompañante, y surgió el personaje del
escritor, que es y no es él. Muchos son los autores que confiesan que, llegado
un momento, asisten a la creación de su obra más como copartícipes que como
dioses, se sientan ante el teclado y piensan eso de “a ver qué me hacéis hoy,
personajes míos, que sorpresas me traéis” y eso es un gesto de modestia para un
creador que, en principio, pudiera parecer el autor perfecto de una obra, y que
muchas veces, la mayoría, no es sino el organizador, el que ha permitido que la
historia surja, pero que también se ha visto transformado, y en ocasiones trastornado,
por ella.
En la fila para firmar libros hablé largo y
tendido con una chica joven de Cartagena, estudiante de filología española, y
en el metro camino a casa un señor mayor, que trabajó con Reverte en la radio
en los setenta y ochenta, que estaba dos filas delante de mí, me reconoció como
asistente. En ambos casos pude tener agradables, densas y deliciosas
conversaciones en las que el punto de unión de los tres, distintos y desconocidos
hasta ese momento, era la creación de Arturo, su obra, su ejemplo y criterio
moral de vida, y el amor que sentimos hacia las letras, las historias, las
novelas y los mundos que en ellos se encierran, y que el autor siempre nos
acaba regalando.
1 comentario:
Gracias por compartir tan buenas sensaciones¡¡
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