Hay que ser muy cautos en todo
este asunto, porque la tecnología y el conocimiento histórico llegan hasta
donde pueden, y no más allá, pero con lo que sabemos hasta hoy, es muy probable
que alguno de los restos hallados en una fosa común sita bajo uno de los altares
del convento de las Trinitarias de la calle huertas, en pleno centro de Madrid,
correspondan
a Miguel de Cervantes, un nombre que es un mito mucho más allá de la
literatura, y que evoca una época en sí mismo. Los restos, fragmentados y
mezclados con otros, no permiten alcanzar una seguridad plena, pero evidencias
las hay, y muchas.
Alguna vez dijo Pérez Reverte
(segundo día que sales aquí, Arturo) que en lo que se llama hoy en día el
barrio de las letras vivieron, a lo largo del siglo XVII, las más doradas
plumas de occidente, y quizás las de todo el mundo en esa época. Cervantes,
Lope de Vega, Quevedo, Góngora… la lista es amplia y la denominación de “siglo
de oro” no es ninguna exageración. Y en contraste con esa riqueza, pasear hoy
en día por ese barrio supone pisar las mismas calles, en algunos casos ver los
mismos edificios, pero no tener prácticamente referencia alguna ni de quienes
allí vivieron ni lo que hicieron. Algunas placas pequeñas, sitas en esquineros
nada agraciados, informan al viajero que posee una curiosidad ávida que le
lleva a consultarlas. Creo que la casa de Lope de Vega es lo único visitable de
esa calle. Imaginar lo que Francia o Reino Unido hubieran hecho con el lugar de
residencia de compatriotas semejantes lleva a estados de melancolía, y no
digamos el espectáculo que los norteamericanos serían capaces de fabricar,
hasta el punto, no lo duden, de que todos tendríamos en casa sudaderas o
camisetas con inscripciones alusivas al respecto. Aquí, nada de nada. Ni hay
información ni, hasta hace pocos años, interés por rescatarla. Una desidia
general hacia todo lo relacionado con la cultura, unida a la indolencia de unas
administraciones a las que el tema ni les interesa ni, no nos engañemos, les da
votos, ha contribuido al olvido y a que siglos de historia permanezcan, como
los huesos cervantinos, mezclados con restos variados, indolentes y en general,
sucios. El descubrimiento anunciado ayer, y confiemos que el acuerdo para que
la capilla de las Trinitarias pueda ser visitable, abre la oportunidad a que,
por fin, podamos convertir ese barrio de las letras en un homenaje vivo, que no
un muerto monumento, a los que allí vivieron y engrandecieron no esas calles,
sino las almas de quienes, desde entonces, tenemos el placer y oportunidad de
leerlos. ¿Será quizás esa capilla, esos restos sucios, el inicio de algo más? Ojalá,
pero para ello el esfuerzo que se ha realizado en la búsqueda e identificación
de los restos debe continuar. Es más, ahora viene lo difícil, el hacer un
estudio, diseñar un recorrido expositivo, dotarlo de contenidos, personal y
atractivo, lograr que se convierta en un centro de vista pero en el que el
visitante no pase sólo como un borrego ante unos restos que, probablemente, sean
estéticamente desagradables, si es que se exponen. Lo que viene ahora es un
trabajo a largo plazo de recuperación y de otorgar valor a la zona, y eso no se
puede hacer sin dinero, voluntad y tiempo.
Hace unos días algunos especulaban sobre qué
hacer si, en efecto, los restos eran cervantinos, y planteaban la idea de
erigir un monumento grandioso, o trasladarlos a otro lugar donde poder
honrarlos como es debido. Yo soy de los que opinan de que, donde se han encontrado,
allí deben permanecer. Si en su momento, como sociedad, les hubiéramos otorgado
el honor debido ahora la tumba de Cervantes sería como cualquiera de las que
lucen en Westminster o el Panteón de París. No fue así. Es más digno que sea esa
humilde capilla el lugar en el que los restos permanezcan, y no que un falso
monumento, erigido como expiación de una mala conciencia, convierta a Cervantes
en un fetiche. Él es mucho más que eso.
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