Despierta Madrid en una fresca
pero agradable mañana de primavera, sin una sola nube que obstaculice el
lucimiento de un sol que cada día que pasa reina con mayor fuerza en el cielo.
La visibilidad es magnífica, sólo alterada en el fondo por las trazas de la
cuasi perpetua contaminación, y por delante se presenta un día agradable y
tranquilo bajo el que los humanos que vivimos aquí desarrollaremos nuestras
vidas. Hace once años el amanecer no era así. Una densa niebla lo cubría todo,
la temperatura era mucho más invernal y desde mi ventana apenas podía ver poco
más allá del suelo y la avenida anexa a mi edificio.
Y todo eso antes de que no
quisiéramos ver lo que tampoco podíamos, de que las noticias que llegaban por
la web hablaban de algo, de sorpresa, de miedo, de atentado, que inicialmente
era aparatoso y localizado y que poco a poco se fue convirtiendo en múltiple,
salvaje e indiscriminado. Mi recuerdo de esa mañana de marzo está asociado a la
imperturbable niebla que no empezó a levantar hasta el mediodía, cuando ya
nadie quería estar de pie. La sensación de estar aislado físicamente, de ser
una isla en la ciudad, como islas eran cada una de las personas que se iban
enterando de lo que estaba pasando, o que se quedaban aislados en medios de
transporte que, afectados o no por los atentados, detenían su curso por
precaución, por miedo, y convertían el bullicio tradicional de una ciudad, que
en este caso puede ser ensordecedor, en silencio de angustia y congoja. Ese
silencio es otra de las sensaciones que me vienen a la cabeza al recordar ese
día, silencio en el viaje de vuelta a casa, silencio en un metro muy
despoblado, en una tarde en la que pocos nos quedamos a trabajar, porque en
proporción a la ciudad pocos conocían a víctimas o allegados afectados por la
explosión, pero casi todos tenían ganas de largarse a casa, de saber que sus
seres queridos estaban bien, de darles un abrazo para confirmarlo y, quizás
también, para agarrarse a ellos, para sujetarse y encontrar un asidero en el
que poder engancharse a una vida que esa mañana se había demostrado cruel,
despiadada y fugaz. En el metro yo leía, no recuerdo qué, pero también miraba a
mi alrededor, y veía las mismas caras en todas partes, las mismas que había
contemplado en la oficina y, seguramente, lucía yo mismo. Caras de pena, de
espanto, de rabia y, sobre todo, de incomprensión, de no entender nada. En
Madrid, una ciudad dura como pocas, que había vivido atentados terroristas de
envergadura con muchos muertos, lo del 11M fue una experiencia traumática, y
las caras de todos denotaban la sensación de inabarcable horror que nos
angustiaba, que nos hacía dudar de todo. Del compañero de asiento, de la
mochila del excursionista, de la llegada del tren a la estación, de las maletas
de viaje de quienes venían o viajaban al aeropuerto por un vuelo de destino
incierto… Todo era duda, provocada por ese miedo atroz. Supongo que al llegar a
sus casas mucha gente dejó ese miedo colgado en los hombros de aquellos a
quienes abrazaron, y ese gesto liberó mucha angustia, acumulada durante todo el
día. A buen seguro que en pocas ocasiones los abrazos han sido más necesarios y
reparadores. Pese a ello, muchos sueños de esa noche acabaron en pesadillas, y
nuevos abrazos en lechos de miedo, no de amor.
Como me gustan los trenes, a veces voy a playas
de vías para verlos maniobrar, discurrir por los brillantes raíles o,
simplemente, ver cómo pasan raudos. Las vías, por su paralelismo, y como
camino, son una de las expresiones que más metáforas pueden generar, pero desde
el 11M veo esas vías con un brillo diferente. Ya era consciente desde tiempo
atrás que por ellas se pueden encarrillar sueños de reencuentros o pesadillas que
acaban en campos de concentración. Desde ese día fui consciente de que las vías,
o eso que llamamos vías en nuestra existencia, puede ser también el lugar en el
que nuestra vida se extinga, bien por la fatalidad o el cruel designio de algunos
malvados. Los raíles brillan, pero el balasto hiere.
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