miércoles, marzo 11, 2015

Once años del 11M

Despierta Madrid en una fresca pero agradable mañana de primavera, sin una sola nube que obstaculice el lucimiento de un sol que cada día que pasa reina con mayor fuerza en el cielo. La visibilidad es magnífica, sólo alterada en el fondo por las trazas de la cuasi perpetua contaminación, y por delante se presenta un día agradable y tranquilo bajo el que los humanos que vivimos aquí desarrollaremos nuestras vidas. Hace once años el amanecer no era así. Una densa niebla lo cubría todo, la temperatura era mucho más invernal y desde mi ventana apenas podía ver poco más allá del suelo y la avenida anexa a mi edificio.

Y todo eso antes de que no quisiéramos ver lo que tampoco podíamos, de que las noticias que llegaban por la web hablaban de algo, de sorpresa, de miedo, de atentado, que inicialmente era aparatoso y localizado y que poco a poco se fue convirtiendo en múltiple, salvaje e indiscriminado. Mi recuerdo de esa mañana de marzo está asociado a la imperturbable niebla que no empezó a levantar hasta el mediodía, cuando ya nadie quería estar de pie. La sensación de estar aislado físicamente, de ser una isla en la ciudad, como islas eran cada una de las personas que se iban enterando de lo que estaba pasando, o que se quedaban aislados en medios de transporte que, afectados o no por los atentados, detenían su curso por precaución, por miedo, y convertían el bullicio tradicional de una ciudad, que en este caso puede ser ensordecedor, en silencio de angustia y congoja. Ese silencio es otra de las sensaciones que me vienen a la cabeza al recordar ese día, silencio en el viaje de vuelta a casa, silencio en un metro muy despoblado, en una tarde en la que pocos nos quedamos a trabajar, porque en proporción a la ciudad pocos conocían a víctimas o allegados afectados por la explosión, pero casi todos tenían ganas de largarse a casa, de saber que sus seres queridos estaban bien, de darles un abrazo para confirmarlo y, quizás también, para agarrarse a ellos, para sujetarse y encontrar un asidero en el que poder engancharse a una vida que esa mañana se había demostrado cruel, despiadada y fugaz. En el metro yo leía, no recuerdo qué, pero también miraba a mi alrededor, y veía las mismas caras en todas partes, las mismas que había contemplado en la oficina y, seguramente, lucía yo mismo. Caras de pena, de espanto, de rabia y, sobre todo, de incomprensión, de no entender nada. En Madrid, una ciudad dura como pocas, que había vivido atentados terroristas de envergadura con muchos muertos, lo del 11M fue una experiencia traumática, y las caras de todos denotaban la sensación de inabarcable horror que nos angustiaba, que nos hacía dudar de todo. Del compañero de asiento, de la mochila del excursionista, de la llegada del tren a la estación, de las maletas de viaje de quienes venían o viajaban al aeropuerto por un vuelo de destino incierto… Todo era duda, provocada por ese miedo atroz. Supongo que al llegar a sus casas mucha gente dejó ese miedo colgado en los hombros de aquellos a quienes abrazaron, y ese gesto liberó mucha angustia, acumulada durante todo el día. A buen seguro que en pocas ocasiones los abrazos han sido más necesarios y reparadores. Pese a ello, muchos sueños de esa noche acabaron en pesadillas, y nuevos abrazos en lechos de miedo, no de amor.

Como me gustan los trenes, a veces voy a playas de vías para verlos maniobrar, discurrir por los brillantes raíles o, simplemente, ver cómo pasan raudos. Las vías, por su paralelismo, y como camino, son una de las expresiones que más metáforas pueden generar, pero desde el 11M veo esas vías con un brillo diferente. Ya era consciente desde tiempo atrás que por ellas se pueden encarrillar sueños de reencuentros o pesadillas que acaban en campos de concentración. Desde ese día fui consciente de que las vías, o eso que llamamos vías en nuestra existencia, puede ser también el lugar en el que nuestra vida se extinga, bien por la fatalidad o el cruel designio de algunos malvados. Los raíles brillan, pero el balasto hiere.

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