lunes, marzo 30, 2015

Tocando el cielo con Bach y Herreweghe

La música de Bach es infinita. Incluso muchos a los que no les gusta la música clásica conocen piezas suyas e, inconscientemente, las han tarareado alguna vez. Su producción es inmensa y abarca todo lo imaginable en su época, y puede programarse en cualquier momento, pero es obvio que muchas de sus piezas religiosas se colocan en estos tiempos de Semana Santa, en especial oratorios, cantatas y pasiones. Dos son las pasiones suyas que nos han llegado completas, la de San Mateo y la de San Juan. Esta última fue ayer interpretada en el Auditorio Nacional.

La ocasión era muy especial, no solo por la obra, un conjunto de corales, arias y recitativos inmensos, de cerca de dos horas de puro sonido, sino por el intérprete, el conjunto belga Collegium vocale de Gante, con su orquesta, y todos dirigidos por Phillipe Herreweghe, un mito en lo que hace a la dirección musical, especialmente antigua, pero no solo. Con un trabajo incansable a lo largo de décadas, en las que ha tocado todos los registros posible,s y ha salido del mundo de la antigua para interpretar a compositores más modernos, Herreweghe ha logrado erigirse como una figura mítica. No hay melómano que no tenga un disco suyo en casa, y estando como está, ya mayor, las oportunidades para verlo empiezan a escasear. En mi caso ayer fue la primera vez en mi vida que pude verle, al mando de su conjunto, una pequeña orquesta y modesto coro, de entorno a las veinte personas, pero que sonaban con una fuerza y precisión arrolladoras. Inicios, finales, silencios, clavados completamente sin un atisbo de duda, matización o riesgo. Arias en las que, bien el tenor, soprano o bajo, el que toque, lidia con una subsección de la orquesta, en ocasiones apenas un chelo, violín y el órgano positivo, de tal manera que, además de la obligada coordinación que requiere toda orquesta, la virtuosidad de cada músico debe manifestarse en todo su esplendor, y consiguiente riesgo. Es en esos momentos delicados donde más se está cerca del peligro, donde un ligerísimo error, el más mínimo, puede darlo todo al traste, y donde yo me suelo poner muy nervioso al ver cómo se la juegan, y sufren, los intérpretes. Pero ayer no había sensación de nervio alguno, y si de total maestría. A medida que la obra avanzaba, y con ella su intensidad, camino al clímax de la crucifixión (en estas obras se teatralizaba algo en su tiempo y la música expresa muy bien algunas de las escenas bíblicas) el público presente en la sala iba, íbamos, cayendo en el silencio total. Ni toses ni carraspeos, sólo un silencio en el que una música poderosa, de belleza absoluta, nos envolvía con cuidado, como lo hace una madre a su bebe cuando lo arrulla, y como ese niño que se siente seguro, la felicidad se extendía por doquier. Fragmentos corales y recitativos, con poca presencia de solos en el conjunto de la obra, caminaban con una determinación absoluta hacia su destino, y desde su puesto central, sin atril ni batuta, con movimientos pequeños y tratando de no esforzarse, Herreweghe comandaba todo con precisión. Cuando llegó el coro del “Ruht Wohl” el descanse en paz, penúltima de las piezas, de una intensidad sobrecogedora, no pude evitar ponerme a llorar, y no fui el único, ni mucho menos. En mi entorno personas de edad diversa, y de historias distintas, derramábamos lágrimas de emoción ante la misma música, la misma belleza, el mismo sentimiento.

Al acabar la pieza la ovación fue absoluta, por parte de un Auditorio repleto y entregado, que había estado recogido como si de una sola persona se tratase. Muchos minutos de aplausos enfervorizados se dedicaron tanto al director como a los instrumentistas, solistas y coro, que realizaron una labor espléndida. En medio del estruendo las voces que oía a mi alrededor eran unánimes, y “maravilla” era la palabra que más se repetía en todo momento. Un momento de éxtasis y alegría colectiva, y todo ello gracias a Bach y a unos de sus más insignes intérpretes.

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