La música de Bach es infinita.
Incluso muchos a los que no les gusta la música clásica conocen piezas suyas e,
inconscientemente, las han tarareado alguna vez. Su producción es inmensa y
abarca todo lo imaginable en su época, y puede programarse en cualquier
momento, pero es obvio que muchas de sus piezas religiosas se colocan en estos
tiempos de Semana Santa, en especial oratorios, cantatas y pasiones. Dos son
las pasiones suyas que nos han llegado completas, la de San Mateo y la de San
Juan. Esta última fue ayer interpretada en el Auditorio Nacional.
La ocasión era muy especial, no
solo por la obra, un conjunto de corales, arias y recitativos inmensos, de
cerca de dos horas de puro sonido, sino por el intérprete, el conjunto belga
Collegium vocale de Gante, con su orquesta, y todos dirigidos por Phillipe
Herreweghe, un mito en lo que hace a la dirección musical, especialmente
antigua, pero no solo. Con un trabajo incansable a lo largo de décadas, en las
que ha tocado todos los registros posible,s y ha salido del mundo de la antigua
para interpretar a compositores más modernos, Herreweghe ha logrado erigirse
como una figura mítica. No hay melómano que no tenga un disco suyo en casa, y
estando como está, ya mayor, las oportunidades para verlo empiezan a escasear.
En mi caso ayer fue la primera vez en mi vida que pude verle, al mando de su
conjunto, una pequeña orquesta y modesto coro, de entorno a las veinte
personas, pero que sonaban con una fuerza y precisión arrolladoras. Inicios,
finales, silencios, clavados completamente sin un atisbo de duda, matización o
riesgo. Arias en las que, bien el tenor, soprano o bajo, el que toque, lidia
con una subsección de la orquesta, en ocasiones apenas un chelo, violín y el
órgano positivo, de tal manera que, además de la obligada coordinación que requiere
toda orquesta, la virtuosidad de cada músico debe manifestarse en todo su
esplendor, y consiguiente riesgo. Es en esos momentos delicados donde más se
está cerca del peligro, donde un ligerísimo error, el más mínimo, puede darlo
todo al traste, y donde yo me suelo poner muy nervioso al ver cómo se la
juegan, y sufren, los intérpretes. Pero ayer no había sensación de nervio
alguno, y si de total maestría. A medida que la obra avanzaba, y con ella su
intensidad, camino al clímax de la crucifixión (en estas obras se teatralizaba
algo en su tiempo y la música expresa muy bien algunas de las escenas bíblicas)
el público presente en la sala iba, íbamos, cayendo en el silencio total. Ni
toses ni carraspeos, sólo un silencio en el que una música poderosa, de belleza
absoluta, nos envolvía con cuidado, como lo hace una madre a su bebe cuando lo
arrulla, y como ese niño que se siente seguro, la felicidad se extendía por
doquier. Fragmentos corales y recitativos, con poca presencia de solos en el
conjunto de la obra, caminaban con una determinación absoluta hacia su destino,
y desde su puesto central, sin atril ni batuta, con movimientos pequeños y
tratando de no esforzarse, Herreweghe comandaba todo con precisión. Cuando llegó
el coro del “Ruht Wohl” el descanse en paz, penúltima de las piezas, de una
intensidad sobrecogedora, no pude evitar ponerme a llorar, y no fui el único,
ni mucho menos. En mi entorno personas de edad diversa, y de historias
distintas, derramábamos lágrimas de emoción ante la misma música, la misma
belleza, el mismo sentimiento.
Al acabar la pieza la ovación fue absoluta, por
parte de un Auditorio repleto y entregado, que había estado recogido como si de
una sola persona se tratase. Muchos minutos de aplausos enfervorizados se dedicaron
tanto al director como a los instrumentistas, solistas y coro, que realizaron
una labor espléndida. En medio del estruendo las voces que oía a mi alrededor
eran unánimes, y “maravilla” era la palabra que más se repetía en todo momento.
Un momento de éxtasis y alegría colectiva, y todo ello gracias a Bach y a unos
de sus más insignes intérpretes.
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