Siempre tratamos de encontrar
respuestas a nuestros problemas, es nuestra naturaleza, nuestro instinto. Necesitamos
que nos digan cómo han sucedido las cosas que nos han pasado, a nosotros o a
nuestros seres queridos. En esa certeza de saber encontramos consuelo,
justificación, culpa o causa, nos permite fabricar justificaciones y encontrar
culpables, sean ciertos o no, pero eso nos llena. Lo más angustioso que puede
sucedernos ante un desastre o tragedia es esa maldita pregunta que no deja de
darnos vueltas por la cabeza y que, sin respuesta, nos martillea
incesantemente. ¿Por qué?
Ante
un desastre aéreo como el sucedido ayer en los Alpes franceses, con 150 muertos
y todas las incógnitas abiertas, esa pregunta es la que ronda a todos los
que están implicados en el desastre, y a los que lo observamos desde la
distancia física pero la cercanía emocional. Tendremos ahora en los medios de
comunicación un reguero de expertos que, cautos como deben ser, tratarán de
explicarnos qué es lo que ellos creen que ha podido ir mal, qué les parece
extraño de este suceso y cómo tratar de evitarlo en un futuro, pero una de las
respuestas que a buen seguro ofrecen, que es cierta, pero que nos deja a todos
sumidos en el desconcierto, es que la complejidad del fenómeno aéreo hace que
cuando se produce un accidente como este sean muchas las causas que, en su
conjunto, llevan al fatal desenlace, no una sola, no un error aislado de un
tripulante, no un pequeño fallo técnico de una sonda o una pieza, sino, en el
caso de que algo así hubiera sucedido, toda la secuencia de acontecimientos
posteriores que han acabado desencadenando el estrellato del avión. Todo el
trabajo de pilotos y técnicos, en tierra y en vuelo, tiene como misión
principal que el avión llegue a su destino y el pasaje lo haga en su total
integridad, y si el final de un vuelo se da en el risco de una montaña es que
algo ha pasado que nadie, de todas esas personas que trabajan día a día, pudo
prever o evitar. Y por ello los accidentes aéreos, a parte del impacto
emocional que suponen por la enorme dimensión que implican en víctimas y
familiares, son tan horrendos. Porque normalmente no hay una explicación
sencilla, comprensible y que pueda ser utilizada para servir de asidero a las
familias de las víctimas. Los accidentes de tráfico, igualmente crueles, pueden
ser muy complejos, pero muchas veces hay una causa, normalmente un error
humano, que precipita el desastre. Pero en el caso de los aviones todo es mucho
más difícil de entender. Y eso aumenta enormemente la sensación de duelo y
congoja de quienes han visto arrebatados a los suyos en medio del cielo. ¿Cuál
es el consuelo que se les puede ofrecer? ¿Cuál el apoyo o ayuda? Hay psicólogos
expertos que acuden a los lugares donde se encuentran estos familiares para
ayudarles en este proceso, para acompañarles y que, al menos, se sientan
rodeados en medio de su pena, pero una vez que los focos de los medios se
apagan y la noticia acaba saliendo de las portadas, cuando como en todas las pérdidas
la pena sigue, en este caso también permanece el desconocimiento del porqué, el
silencio, que resuena en el cielo, de lo que pudo pasar para que esa desgracia
sucediera. Y ante eso no se me ocurre qué poder hacer o decir.
A medida que se vayan conociendo los nombres de
los pasajeros nos enfrentaremos al terrible reguero, habitual en estos casos,
de anónimas historias particulares, de casualidades, de vidas distintas y
ajenas que, tras infinitos avatares, convergieron un 24 de Marzo en un vuelo de
Barcelona a Dusseldorf, donde todas ellas encontraron su final. También sabremos
de aquellos que, por la causa que fuera, acabaron por no coger el avión, y se
han salvado. Y ellos se preguntan en alto, en nombre de los que ahora ya están
en lo alto, y no pueden hacerlo, la eterna y maldita pregunta. Por qué.
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