Ayer, casualidades tristes de la
vida, fallecieron dos grandes escritores, dotados de apellidos que empezaban
por la letra G, y de los que poco, ya lo siento, puedo hablarles al respecto de
su obra, porque debo confesar que, salvo artículos de prensa y entrevistas, no
he leído sus novelas. Günter Grass, alemán, premio Nobel, pasados los ochenta
años, y Eduardo Galeano, Uruguayo, pasados los setenta. Sus dos grandes obras,
“El tambor de hojalata” y “Las venas abiertas de América Latina” respectivamente,
los caracterizan, a decir de los expertos en su carrera. Su pérdida supondrá,
para algunos como yo, la oportunidad de descubrirlos, tarde.
Más allá de su obra, Grass
me parecía un personaje muy interesante, digno de estudio, y ejemplo
perfecto de la tragedia absoluta que vivió Alemania e hizo vivir al mundo a lo
largo del siglo XX. Respetado intelectual en su país y fuera de él, Grass
escribió mucho sobre su pasado personal, y el de los suyos, el de la
alucinación colectiva que vivieron en los años veinte y treinta, tratando de
buscar algo que pudiera justificar que la nación más rica y culta de occidente
se convirtiese en el nido de la perversión que alumbró a las peores criaturas
imaginables. No se si encontró la respuesta, pero creo que la respuesta es no,
dado lo que he leído y oído al respecto. Pero Grass, al contrario que muchos,
vivió siempre cubierto de su propia culpa, y no vio otro camino para redimirla
que el de la confesión pública. En sus memorias, publicadas en 2006, admitió
que, como muchos, quedó embaucado por el nazismo. Revelo, como pocos lo han
hecho, que militó en sus filas, y desveló, como casi ninguno lo ha hecho, que
fue miembro de las SS, las tropas de asalto nazis, el cuerpo paramilitar de
élite del régimen, dirigido por Himmler. Esta confesión le supuso meterse en un
gran problema, e hizo que muchos de los que lo alababan por su obra y
trayectoria ética lo repudiasen, se apartaran de él, lo arrinconaran. Y la
verdad es que esa confesión es, en mi opinión, lo más grande que pudo hacer
como hombre en vida, sobre todo porque si no llega a salir de él mismo nadie lo
hubiera sabido. No actuó movido por un chantaje, por un miedo a la revelación
de la información, sino por el agobio insufrible de portar en su interior la
mayor mancha que imaginarse uno pueda, por el dolor que le producía su propio
pasado, dolor que ya no podía eliminar porque los hechos pasados son
incorregibles. Su vía a la expiación era someterse al escarnio de la época
moderna, a destapar sus vergüenzas en público, a mostrarse débil, pecador y
culpable. Y soportar el rechazo y castigo que iba a venir tras sus palabras. Hay
otro historiador y periodista alemán, Joachim Fest, que tituló sus memorias “Yo
no” haciendo referencia que, mientras que casi todos transigían, colaboraban o
eran abiertamente miembros del régimen nazi, él se negó desde un principio a
participar en esa locura. Fue lo suficientemente lúcido y valiente como para
eludirla. Pero ese es un ejemplo extraño. Con muchos Fest y pocos Grass el
nazismo no hubiera llegado a ser lo que fue. Lamentablemente hubo muchos, muchísimos
más Grass que Fest, y por eso el régimen prosperó y consiguió destruir el país,
el continente y, si se lo hubieran permitido, el mundo entero.
Pero ha habido pocos, muy pocos
que, como Grass, lo han confesado, y que han vivido desde entonces atormentados
por lo que hicieron y ayudaron a que pasase. En tiempos como estos, de
irresponsabilidad, del “yo no he sido” o “yo no sabía nada” que afecta a todos
los ámbitos de la vida, Grass es un ejemplo de coherencia, de cordura y de
aceptación de su propia responsabilidad. Su ejemplo, cruel y duro, debiera
servirnos para darnos cuenta de que reconocer nuestros errores, lejos de hacernos
débiles, es la única vía posible para, si no evitar lo que ya hemos hecho mal,
al menos pedir perdón por ello. La figura literaria de Grass será muy duradera.
Su talla moral, sospecho, persistirá aún más.
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