En la canción de Serrat el
Mediterráneo es un lugar de nacimiento, vida y alegría. Luz que baña sus costas
y aguas que ofrecen consuelo, alimento y paz. Lo cierto es que durante la mayor
parte de la historia estas aguas han sido testigo de grandes batallas y
episodios de crueldad. Sólo en los últimos tiempos sus costas se asocian a
diversión, ocio, desenfreno y fiesta. De hecho hay una marca de cervezas que ha
adoptado el concepto “mediterráneamente” como sinónimo de hedonismo y buena
vida. Sus anuncios derrochan juventud, vida ligera y alegría sin fin.
Pero las aguas siguen cantando
tristes historias cuando apagamos las luces de la fiesta. Casi cada semana, en
lo que llevamos de año, se contabiliza un naufragio de inmigrantes que,
provenientes de la orilla sur, tratan de alcanzar las costas de Europa,
especialmente en el entorno de Lampedusa, Malta y Sicilia. Es difícil, por no
decir imposible, saber a ciencia cierta cuánta gente ha muerto, sólo a lo largo
de este año, en estos intentos. Pocos de ellos son exitosos, en muchos casos
llegan bastantes menos de los que partieron, y hundimientos, vuelcos y pérdidas
están a la orden del día. La semana pasada algunos supervivientes hablaban de
400 fallecidos en una embarcación que se hundió en medio del mar, y este
fin de semana se habla de 700 en otra, que zozobró cuando los desesperados
tripulantes vieron, a lo lejos, un mercante, y se agolparon en un lateral de la
barca pidiendo auxilio, provocando que esta volcase. El relato de los
supervivientes, siempre igual de angustioso, relata un lugar común de miseria,
guerra y desesperación, y la lucha por sobrevivir, por salir de ese infierno, a
sabiendas de que es muy posible que la vida que han logrado salvar en la tierra
quemada la pierdan en el ancho mar. Da igual, después de haber vivido los
horrores de la guerra, como en Siria o Libia, la alternativa de lanzarse al
agua parece el menor de los peligros, un territorio en el que no hay enemigos,
en el que, al fondo, se encuentra la salvación. Muchas veces, demasiadas, ese
mar se convierte en su tumba. Muchos no saben nadar, y podrían ahogarse en
piscinas en las que apenas tocasen suelo, por lo que imagínense en mar abierto.
Cansados, agotados tras meses, años de huida, carecen de las fuerzas necesarias
para aguantar en medio de un agua que, nada que ver con los baños que nosotros
nos damos, es agotadora y cruel para un cuerpo humano pasadas unas horas de
estancia en la misma. Hombres mujeres y niños, que en muchos casos nunca han
visto el mar, embarazadas en diverso estado, que en ocasiones dan a luz en plena
travesía, en condiciones de salubridad directamente inexistentes. Si uno lo
piensa fríamente parece un milagro que alguien pueda ser capaz de llegar vivo a
la otra orilla, a la nuestra. Los obstáculos son inmensos y, a falta de vallas,
esa enorme extensión de agua es la barrera perfecta para impedir que esas
pobres gentes puedan alcanzarnos. No es necesario construir un muro o una valla
para impedir su llegada, basta con el agua, kilómetros y kilómetros de agua,
que bajo las condiciones afables del verano se convierte en una tumba para
miles y que en el invierno, con los temporales desatados, puede ser un lugar en
el que nada ni nadie aguante más allá de unos minutos. Esa extensión de agua es
nuestra frontera, nuestra verja.
Y a este lado del mar, donde nos
encontramos, asistimos a las muertes en el Mediterráneo con una indiferencia
absoluta, cuando no con regocijo. Nos da igual lo que pase más allá de ese mar,
si vienen uno, cientos o miles. Sólo queremos que no lleguen, y el agua nos
hace el trabajo sucio de impedirlo, de no dejar pruebas, de no mostrar cuerpos
ni cadáveres, de no enseñarnos las imágenes del horror. Europa mira de
espaldas, miramos de espaldas, a una inmensa tragedia que sucede a escasos kilómetros
de nuestras costas, ante la que ni sabemos muy bien que hacer y, sobre todo, no
queremos hacer nada. Y todo en torno a ese mar, el Mediterráneo, que junto a la
luz de sus costas esconde, en su profundidad, la oscuridad de los seres humanos
que en el mueren y de los que, viviendo en él, no los salvan.
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