Cuando las imágenes lo dicen
todo, escaso es el espacio que dejan a la palabra. Esa
mano, posada sobre la nuca, que empuja para que la cabeza entre rápida y
sin golpearse en el marco del coche, es la imagen del hundimiento, la de la
justicia que se hace con una de las piezas más preciadas, la del descendimiento
de uno de los hombres más poderosos que en la historia reciente de España han
sido, y que pudo llegar a serlo el que más, al mundo del averno, a los
infiernos de los juzgados, salas de declaración y pasillos de prisiones. Esa
mano es la que toca a los, hasta hace casi nada, intocables.
Ya en la época de Bankia, con la
desastrosa idea de su salida a bolsa, y todo lo que inevitablemente tenía que
llegar después, y llegó, o más recientemente con el asunto de las tarjetas
black de esa misma entidad, tuve la oportunidad de “zurrar” mediante estas
líneas a la figura de Rodrigo Rato, sin dejarle apenas resquicio de duda u
oportunidad. En el fondo, y a sabiendas, a quien estaba echando la bronca con
esos artículos, en la figura de Rodrigo, era a mi mismo. Porque yo fui una de
esas personas, como muchas otras, que confió en él, que lo veía como uno de los
grandes, de los que habían hecho mucho por su país, por nuestro país. Lidiando
con las reformas que permitieron entrar a España en el euro, la imagen de Rato,
su capacidad dialéctica y su buen hacer, lo elevaron a los altares económicos.
No se si fue en 2005 o 2006 cuando acudí como público a un acto en el que, en
pleno centro de Madrid, le entregaban un doctorado honoris causa, o algo
similar. El local estaba atestado, lo más de lo más en la época en la que era
imposible tener más, se encontraba allí, rindiendo tributo y agasajo a la
figura de Rodrigo, que escapado por unos momentos de su trono washingtoniano
venía a hablar a los mortales. Esa era la sensación que daba, que compartíamos
y aceptábamos. Gentes del PP, del PSOE, de todo el arco político de aquel
entonces, estaban allí para verlo, para ser vistos con él. Se decía entonces que
Rato había sido apartado de la carrera sucesoria del PP por un Aznar que veía
en él a alguien demasiado independiente, fuerte, con personalidad e ideas propias,
y eso le daba también un aura de poder y capacidad muy por encima del, por
aquel entonces, mediocre panorama político nacional, que empieza a ser visto
como una joya si lo comparamos con el erial en el que vivimos hoy en día. Y
cada vez que en una charla o debate salía el nombre de Rato yo, y muchos otros,
lo defendíamos. Por eso cuando empezó a hacer cosas raras, como esa espantada
nunca aclarada del FMI (quizás ahora sepamos el por qué) me empecé a mosquear,
pero siempre con el inmenso beneficio de la duda que le otorgaba a su persona.
Mi quiebra con él llegó con la salida a bolsa de Bankia, aquel engendro creado
aunando porquería financiera de toda índole, que estaba condenado al desastre.
Su imagen tocando la campaña en el edificio de la bolsa, como bien me recordaba
ayer el sabio BLL, es imborrable, y ya en su momento me pareció patética. “Qué
haces, Rodrigo, embarcándote en ese Titanic que está condenado a hundirse” pensaba
para mis adentros y, cada vez más, en mis opiniones públicas. Luego llegó lo
que llegó, que a muchos cogió por sorpresa, pero a muchos otros no, y de ahí en
adelante conocimos todos el reverso tenebroso de la fuerza de un personaje que,
de poder serlo todo, decidió destruir su vida por la más absurda, infantil y
estúpida de las codicias, la que llena el corazón de los hombres del afán del
dinero y les hace perder la cabeza con el único objetivo de atesorar más y más.
No se muy bien para que.
Esa mano que introduce a Rodrigo en el coche, de
manera metafórica, también nos está pegando una buena y merecida colleja a todos
los pringados que en su momento creímos en el Ministro, en el Gerente del FMI.
Nos está haciendo agachar la cerviz , nos introduce en el coche virtual que nos
arroja al mundo real de la corrupción, del blanqueo de dinero, de la estafa,
del delito. Mucha manos como esas quizás hubieran salvado a este país del
desastre al que ha llegado, pero en su lugar tuvimos muchas cabezas como las de
Rato, y miles de mentes ingenuas como la mía, que nos arrojaron a las sombras.
Ahora la mano que nos empuja la cabeza quizás sea la única capaz de
rescatarnos, de salvarnos, de sacarnos del pozo.
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