martes, abril 21, 2015

Un año después de Lampedusa, estamos peor

Hace un año aproximadamente vivimos la tragedia de Lampedusa. Unos trescientos inmigrantes fallecieron en su huida de las costas africanas y se ahogaron en las proximidades de la isla de Lampedusa. Hubo una conmoción internacional, se organizaron cumbres borrascosas y urgentes en Bruselas, el Papa Francisco dijo bien alto aquella palabra “vergüenza” en un italiano que la dulcificaba pero no quitaba expresividad alguna. Se habló de tomar medidas e invertir donde fuera necesario para evitar que algo así volviera a suceder en el Mediterráneo. Se hicieron muchos discursos y gestos.

Pasado un año desde entonces, la situación, lejos de mejorar, ha empeorado notablemente. El flujo de inmigrantes refugiados que tratan de alcanzar la costa europea no cesa, es más, se incrementa a medida que pasa el tiempo, y la situación de los países de donde surgen es cada vez más angustiosa. El desastre en el que se ha convertido oriente medio, con la interminable guerra de Siria y las nuevas guerras que se desarrollan en Irak y Yemen son una perfecta fábrica de refugiados, que huyen no sólo de la miseria, sino directamente de la muerte. Tras meses de periplo inimaginable, que a usted y a mi nos exterminaría con toda seguridad, llegan a los países del sur del Mediterráneo, y se dan cuenta de que en algunos casos, el concepto de “país” ha dejado de tener sentido. En Egipto hemos vuelto a consolidar una dictadura militar que nos ofrece seguridad y cobertura, pero en gran parte de la franja sur del “mare nostrum” la situación es desquiciante. Túnez mantiene un enfrentamiento soterrado, de lo que ahora se llama “bajo nivel” frente a las milicias islamistas que controlan parte del territorio del norte del país, y Libia, directamente, ha dejado de existir. El país que tiene la costa más cercana y amplia en esa zona es ahora mismo un caos, donde se enfrentan facciones rivales provenientes del antiguo ejército de Gadafi por el control del territorio, y con el aderezo del islamismo fanático de DAESH, que se ha hecho con varias localidades, donde sus huestes de decapitadores trabajan a destajo. Si en el caso de la UE con Egipto, o en el particular de España con Marruecos, existe un estado al otro lado con el que negociar, y seamos sinceros, pagar, para que mantenga estable la frontera y evite que los inmigrantes salten, ¿con quién se puede hablar en lo que queda de Libia? Ahora mismo con nadie. Una forma de definir el estado de ese país es que, pese a la situación que allí se vive, es posible volar y aterrizar en Bagdad, pero no se puede hacer lo mismo con Trípoli. Esta misma noche la abandonada embajada española en esa ciudad ha sido objeto de un ataque por parte de las milicias islamistas. ¿Quién no huiría de esa situación? ¿Aguantaría usted en un país en guerra constante, donde su vida no vale nada? Las “fábricas” de refugiados siguen trabajando sin descanso y, cuando esas personas llegan al mar y se ahogan, es cuando nos enteramos de que esos problemas existen, mucho más cerca de nosotros de lo que podamos imaginar y, desde luego, sentir. Estabilizar esos países, impedir que las guerras continúen, sería el primero de los muchos, complejos y lentos pasos que habría que dar para que el flujo de refugiados frenase, pero eso ahora mismo es una utopía. Esas guerras parecen imparables, y los huidos se cuentan por millares, millones. La situación en las zonas de conflicto está absolutamente fuera de todo control, y lo que vemos en el mar no es sino la punta de un inmenso y dramático iceberg de miedo, desesperación y lucha por la pura supervivencia de una población que, en muchos casos, sólo puede escoger en qué lugar y de qué manera va a morir.

Más allá de las palabras oficiales, escasas, y de las cumbres urgentes, inoperantes, a corto plazo debemos vigilar las aguas, rescatar a quienes allí se encuentran, y acogerlos en la UE mediante cupos por países. Y acto seguido debemos perseguir y exterminar a los piratas que con ellos trafican. Pero eso serán tiritas frente a los problemas de fondo que antes he señalado, que no tienen pinta alguna de solucionarse en el medio plazo, y que, es más, como en el caso de DAESH, no hacen sino agravarse. Por eso, las lecciones de Lampedusa siguen siendo las mismas, pero un año después, ante el mismo examen, el suspenso cosechado es aún con peor nota si cabe. Se nos acaban las convocatorias.

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