Hace un año aproximadamente
vivimos la tragedia de Lampedusa. Unos trescientos inmigrantes fallecieron en
su huida de las costas africanas y se ahogaron en las proximidades de la isla
de Lampedusa. Hubo una conmoción internacional, se organizaron cumbres
borrascosas y urgentes en Bruselas, el Papa Francisco dijo bien alto aquella
palabra “vergüenza” en un italiano que la dulcificaba pero no quitaba
expresividad alguna. Se habló de tomar medidas e invertir donde fuera necesario
para evitar que algo así volviera a suceder en el Mediterráneo. Se hicieron
muchos discursos y gestos.
Pasado
un año desde entonces, la situación, lejos de mejorar, ha empeorado
notablemente. El flujo de inmigrantes refugiados que tratan de alcanzar la
costa europea no cesa, es más, se incrementa a medida que pasa el tiempo, y la
situación de los países de donde surgen es cada vez más angustiosa. El desastre
en el que se ha convertido oriente medio, con la interminable guerra de Siria y
las nuevas guerras que se desarrollan en Irak y Yemen son una perfecta fábrica
de refugiados, que huyen no sólo de la miseria, sino directamente de la muerte.
Tras meses de periplo inimaginable, que a usted y a mi nos exterminaría con
toda seguridad, llegan a los países del sur del Mediterráneo, y se dan cuenta
de que en algunos casos, el concepto de “país” ha dejado de tener sentido. En
Egipto hemos vuelto a consolidar una dictadura militar que nos ofrece seguridad
y cobertura, pero en gran parte de la franja sur del “mare nostrum” la situación
es desquiciante. Túnez mantiene un enfrentamiento soterrado, de lo que ahora se
llama “bajo nivel” frente a las milicias islamistas que controlan parte del
territorio del norte del país, y Libia, directamente, ha dejado de existir. El
país que tiene la costa más cercana y amplia en esa zona es ahora mismo un
caos, donde se enfrentan facciones rivales provenientes del antiguo ejército de
Gadafi por el control del territorio, y con el aderezo del islamismo fanático
de DAESH, que se ha hecho con varias localidades, donde sus huestes de
decapitadores trabajan a destajo. Si en el caso de la UE con Egipto, o en el
particular de España con Marruecos, existe un estado al otro lado con el que
negociar, y seamos sinceros, pagar, para que mantenga estable la frontera y
evite que los inmigrantes salten, ¿con quién se puede hablar en lo que queda de
Libia? Ahora mismo con nadie. Una forma de definir el estado de ese país es que,
pese a la situación que allí se vive, es posible volar y aterrizar en Bagdad,
pero no se puede hacer lo mismo con Trípoli. Esta
misma noche la abandonada embajada española en esa ciudad ha sido objeto de un
ataque por parte de las milicias islamistas. ¿Quién no huiría de esa
situación? ¿Aguantaría usted en un país en guerra constante, donde su vida no
vale nada? Las “fábricas” de refugiados siguen trabajando sin descanso y,
cuando esas personas llegan al mar y se ahogan, es cuando nos enteramos de que esos
problemas existen, mucho más cerca de nosotros de lo que podamos imaginar y,
desde luego, sentir. Estabilizar esos países, impedir que las guerras continúen,
sería el primero de los muchos, complejos y lentos pasos que habría que dar
para que el flujo de refugiados frenase, pero eso ahora mismo es una utopía.
Esas guerras parecen imparables, y los huidos se cuentan por millares,
millones. La situación en las zonas de conflicto está absolutamente fuera de
todo control, y lo que vemos en el mar no es sino la punta de un inmenso y dramático
iceberg de miedo, desesperación y lucha por la pura supervivencia de una
población que, en muchos casos, sólo puede escoger en qué lugar y de qué manera
va a morir.
Más allá de las palabras oficiales, escasas, y
de las cumbres urgentes, inoperantes, a corto plazo debemos vigilar las aguas,
rescatar a quienes allí se encuentran, y acogerlos en la UE mediante cupos por
países. Y acto seguido debemos perseguir y exterminar a los piratas que con
ellos trafican. Pero eso serán tiritas frente a los problemas de fondo que
antes he señalado, que no tienen pinta alguna de solucionarse en el medio
plazo, y que, es más, como en el caso de DAESH, no hacen sino agravarse. Por
eso, las lecciones de Lampedusa siguen siendo las mismas, pero un año después, ante
el mismo examen, el suspenso cosechado es aún con peor nota si cabe. Se nos acaban
las convocatorias.
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