Lo de que vivimos tiempos
aparentemente nuevos se demuestra día a día. Sea por convicción o conveniencia,
muchos dirigentes cambian sus formas y modos para adaptarse a la nueva
situación. En el caso de los pactos políticos vemos como los gobernantes que
están siendo elegidos como presidentes o, mañana alcaldes, firman pactos contra
la corrupción con medidas tan obvias como lógicas, pero sólo lo hacen tras
verse forzados a ello por la pérdida de la mayoría absoluta. En este caso su
cambio obedece a la ley de la supervivencia, para garantizarse el puesto. No
denota propósito de enmienda y, en cuanto puedan, me temo, volverán a las
andadas.
El caso de la monarquía es
diferente. Es la institución de poder más representativa el país, la que,
paradójicamente, menos poder tiene, la que no puede ser elegida en ningún caso,
y la que, con diferencia, se debe a su prestigio para seguir existiendo. El Rey
es útil de mientras sea útil, valga la redundancia, porque la mayor parte de
los españoles, entre los que me incluyo, somos monárquicos utilitaristas. No
creo en el Rey, pero de mientras haga su papel bien y sea útil al país, que
siga. Juan Carlos lo fue, y cuando vio que el viento empezaba a soplar en
contra, y tras cometer algunos errores de bulto, optó por la retirada, gesto
que le honra mucho más de lo que parece, porque aceptar un cargo cuesta, sí,
pero renunciar al mismo cuesta aún más. Felipe VI, nuevo Rey, tomó posesión
hace casi un año, en un día caluroso que desembocó en tormenta de tarde, y
desde el primer momento puso la ejemplaridad como guía en el desempeño de sus
funciones. Sabe que debe ganarse a los ciudadanos, y que si actúa mal, los
ciudadanos no le apoyarán. Y además de por interés personal, creo que Felipe VI
lo hace por plena convicción. Se lo cree, y eso es lo que transmite.
Curiosamente, la prueba de fuego de la ejemplaridad la tiene, sin ir más lejos,
en el entorno de su familia. El caso Noos, en el que están involucrados su
hermana, la infanta Cristina, y el marido de ésta, el inefable Iñaki
Urdangarín, ha supuesto durante estos años un martilleo continuo a la imagen de
la monarquía, de la familia y de su representatividad. Durante un tiempo se optó
por la táctica, llamémosla, Rajoy, de hacer como si nada pasase para que el
tiempo lo diluyera todo y no causase efecto alguno. Esta estrategia es errónea,
y acaba volviéndose en contra de quien la utiliza. La marcha de Juan Carlos
tuvo varias razones, propias y ajenas, y entre las ajenas destaca el asunto de
Cristina. A medida que avanzaba el caso crecían las voces que exigían que el
Rey tomara cartas en el asunto y forzase a Cristina a renunciar a sus derechos
sucesorios, de utilidad simbólica, dado que es la sexta en el orden de sucesión,
pero valioso gesto de reconocimiento de culpa, de asunción de responsabilidad
moral, haya finalmente o no condena judicial. Cristina demostró día a día que
era toda una “Gollum” incapaz de renunciar a su “tessssoro” poseída por él. La
llegada de Felipe VI al trono aumentó la presión sobre la infanta y su entorno,
y una de las primeras decisiones tomadas por el monarca fue la redefinición del
concepto de “familia real, formado a partir de ese momento por el Rey, su
esposa Letizia, y las dos hija. Y nadie más. Cristina se convirtió, en la práctica,
en una hermana apartada de los focos y sin ninguna relevancia mediática. Empezó
su ostracismo. Le quedaban, sin embargo, dos títulos con los que adornar su
figura. El Ducado de Palma, que le permitió hacer algunas bromas obscenas a
Urdangarín, y sus derechos sucesorios.
Y
ayer, en una decisión sin precedentes, sospecho que dura para él, su hermano,
el Rey, le quitó el ducado, que es la única de las dos cosas que le puede
quitar. Ella podía renunciar a ambas, pero eligió no hacerlo, mostrando un
comportamiento nada ejemplar, y desde luego en ningún caso merecedor de
ostentar esas dos prerrogativas. Felipe VI ejerció ayer una enorme autoridad
sobre su hermana, su sangre, su familia, y dio un ejemplo a los que ni son
capaces de echar a los compañeros de partido, y desde luego aún menos a los
familiares enchufados que pueblan los cortijos patrios. Volviendo locos a los
periodistas al poco del cierre de las ediciones, Felipe VI se anticipó al
aniversario de su coronación poniéndose al frente de la necesaria regeneración,
en un gesto duro, muy inteligente, y que le honra.
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