viernes, junio 12, 2015

Cristina de Borbón, ex Duquesa de Palma

Lo de que vivimos tiempos aparentemente nuevos se demuestra día a día. Sea por convicción o conveniencia, muchos dirigentes cambian sus formas y modos para adaptarse a la nueva situación. En el caso de los pactos políticos vemos como los gobernantes que están siendo elegidos como presidentes o, mañana alcaldes, firman pactos contra la corrupción con medidas tan obvias como lógicas, pero sólo lo hacen tras verse forzados a ello por la pérdida de la mayoría absoluta. En este caso su cambio obedece a la ley de la supervivencia, para garantizarse el puesto. No denota propósito de enmienda y, en cuanto puedan, me temo, volverán a las andadas.

El caso de la monarquía es diferente. Es la institución de poder más representativa el país, la que, paradójicamente, menos poder tiene, la que no puede ser elegida en ningún caso, y la que, con diferencia, se debe a su prestigio para seguir existiendo. El Rey es útil de mientras sea útil, valga la redundancia, porque la mayor parte de los españoles, entre los que me incluyo, somos monárquicos utilitaristas. No creo en el Rey, pero de mientras haga su papel bien y sea útil al país, que siga. Juan Carlos lo fue, y cuando vio que el viento empezaba a soplar en contra, y tras cometer algunos errores de bulto, optó por la retirada, gesto que le honra mucho más de lo que parece, porque aceptar un cargo cuesta, sí, pero renunciar al mismo cuesta aún más. Felipe VI, nuevo Rey, tomó posesión hace casi un año, en un día caluroso que desembocó en tormenta de tarde, y desde el primer momento puso la ejemplaridad como guía en el desempeño de sus funciones. Sabe que debe ganarse a los ciudadanos, y que si actúa mal, los ciudadanos no le apoyarán. Y además de por interés personal, creo que Felipe VI lo hace por plena convicción. Se lo cree, y eso es lo que transmite. Curiosamente, la prueba de fuego de la ejemplaridad la tiene, sin ir más lejos, en el entorno de su familia. El caso Noos, en el que están involucrados su hermana, la infanta Cristina, y el marido de ésta, el inefable Iñaki Urdangarín, ha supuesto durante estos años un martilleo continuo a la imagen de la monarquía, de la familia y de su representatividad. Durante un tiempo se optó por la táctica, llamémosla, Rajoy, de hacer como si nada pasase para que el tiempo lo diluyera todo y no causase efecto alguno. Esta estrategia es errónea, y acaba volviéndose en contra de quien la utiliza. La marcha de Juan Carlos tuvo varias razones, propias y ajenas, y entre las ajenas destaca el asunto de Cristina. A medida que avanzaba el caso crecían las voces que exigían que el Rey tomara cartas en el asunto y forzase a Cristina a renunciar a sus derechos sucesorios, de utilidad simbólica, dado que es la sexta en el orden de sucesión, pero valioso gesto de reconocimiento de culpa, de asunción de responsabilidad moral, haya finalmente o no condena judicial. Cristina demostró día a día que era toda una “Gollum” incapaz de renunciar a su “tessssoro” poseída por él. La llegada de Felipe VI al trono aumentó la presión sobre la infanta y su entorno, y una de las primeras decisiones tomadas por el monarca fue la redefinición del concepto de “familia real, formado a partir de ese momento por el Rey, su esposa Letizia, y las dos hija. Y nadie más. Cristina se convirtió, en la práctica, en una hermana apartada de los focos y sin ninguna relevancia mediática. Empezó su ostracismo. Le quedaban, sin embargo, dos títulos con los que adornar su figura. El Ducado de Palma, que le permitió hacer algunas bromas obscenas a Urdangarín, y sus derechos sucesorios.

Y ayer, en una decisión sin precedentes, sospecho que dura para él, su hermano, el Rey, le quitó el ducado, que es la única de las dos cosas que le puede quitar. Ella podía renunciar a ambas, pero eligió no hacerlo, mostrando un comportamiento nada ejemplar, y desde luego en ningún caso merecedor de ostentar esas dos prerrogativas. Felipe VI ejerció ayer una enorme autoridad sobre su hermana, su sangre, su familia, y dio un ejemplo a los que ni son capaces de echar a los compañeros de partido, y desde luego aún menos a los familiares enchufados que pueblan los cortijos patrios. Volviendo locos a los periodistas al poco del cierre de las ediciones, Felipe VI se anticipó al aniversario de su coronación poniéndose al frente de la necesaria regeneración, en un gesto duro, muy inteligente, y que le honra.

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