Hace poco, a las dos y media de
la mañana de esta noche, llovía con ganas en mi barrio, con una de esas
tormentas que son tan aparatosas como bellas. Rayos salpicados de manera
caótica, truenos solapados unos con otros, goterones caídos desde lo alto,
arrojados más bien, dad la violencia con la que se estampan contra el suelo,
barridos en ocasiones por rachas de viento que, como si de un niño jugando con
la ducha se tratase, hacen que la lluvia adopte formas de cortina ondeante, de
bandera que se mueve al son de la brisa desatada. Y recibiéndolo todo, un suelo
yermo, reseco y agostado.
Siempre digo que el cielo de
Madrid es uno de los más bellos del mundo, porque así lo pienso. Mi escaso
bagaje viajero me impide hacer comparaciones respecto a lugares exóticos,
vírgenes o muy apartados de nuestro entorno, pero de lo que conozco, no tengo
duda. Su azul es inigualable. Pero a la vez que bello, puede ser de los más
crueles del mundo. Bajo ese azul absoluto casi eterno bulle una inmensa ciudad,
millones de personas y un terreno enorme, salpicado de manchas de vegetación,
montañas y todo lo que configura el paisaje terrestre, que muchas veces mira a
ese azul omnipresente con absoluto odio, porque día tras día el azul se repite
de manera monótona, como si de una condena se tratase. Tras la lluvia, que a
veces cae sin control y desmedida, el suelo se comporta generoso, y regala al
azul celeste una gama de verdes curiosa y siempre sorprendente, dados los
lugares, a veces auténticos pedregales, por donde es capaz de asomar la
vegetación. Es en esos primeros días cuando la naturaleza de Madrid se
encuentra a gusto consigo misma, se regala una a otra, ofrece toda la belleza
que es capaz de dar, y deja al residente, espectador, visitante o turista la
sensación de vivir en un espacio amable y armónico. Es un espejismo, una idea
fugaz, una ilusión. Pasan los días, el azul del cielo sigue ahí en lo alto y el
verde del suelo, poco a poco, palidece, muta hacia una gama de colores
amarillentos y ocres que acaban confundiéndose con el polvo de un terreno que,
antes, lucía compactado y terroso, y ahora es árido y arenoso, frágil ante la
embestida del viento, que lo mueve como si fuera el paisaje de una playa. Los
brotes que arraigaron en el pedregal, que fueron valientes, acaban claudicando,
se rinden, pliegan armas y, poco a poco, van decayendo, tirando sus hojas y
acabando, como viejos humanos, doblando su tronco ante el azul del cielo, desde
donde el sol eterno, implacable, día tras día exige su tributo y no perdona. El
tono de la ciudad se aguanta gracias a los árboles, grandes y frondosos, y el
riego de parques y jardines, pero sale uno del espacio urbano, domesticado, y
se encuentra con el campo, antes reverdecido, ahora trocado en crudo erial. Y
el azul del cielo casi se puede ver reflejado en esos arenales inmensos que comienzan
donde acaba Madrid y se extienden hasta el infinito, mucho más allá de la propia
Comunidad. Y desde lo alto el sol parece sentirse a gusto con el trabajo
realizado, con el fruto que han dado las plantas que salieron a saludarle, pero
que no aguantaron su presencia y poder, y ante él se marchitan. Y llega la
noche, y un nuevo día. Y sigue el azul infinito y el sol en lo alto, y así día
tras día. Y la belleza infinita del cielo de Madrid se puede acabar
convirtiendo en una tortura.
Ahora mismo, de mientras escribo,
diluvia con tormenta en la zona en la que está mi oficina, y el suelo reseco
trata de absorberlo todo porque sabe que no es seguro que mañana vaya a volver
a llover, y mucho menos pasado mañana. Esta vez han sido cuarenta y cuatro, sí,
cuarenta y cuatro días seguidos sin una sola gota de lluvia, de cielos
despejados y sol abrasador. Lo que empezó siendo una primavera muy lucida acabo
hace ya muchas semanas convertida en un agostado verano anticipado. Ahora
llueve, disfrutémoslo, porque en Madrid nunca se sabe si será la última vez que
lo haga hasta dentro de mucho, mucho, demasiado tiempo.
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