jueves, junio 11, 2015

Le cuesta, pero cuando llueve en Madrid…

Hace poco, a las dos y media de la mañana de esta noche, llovía con ganas en mi barrio, con una de esas tormentas que son tan aparatosas como bellas. Rayos salpicados de manera caótica, truenos solapados unos con otros, goterones caídos desde lo alto, arrojados más bien, dad la violencia con la que se estampan contra el suelo, barridos en ocasiones por rachas de viento que, como si de un niño jugando con la ducha se tratase, hacen que la lluvia adopte formas de cortina ondeante, de bandera que se mueve al son de la brisa desatada. Y recibiéndolo todo, un suelo yermo, reseco y agostado.

Siempre digo que el cielo de Madrid es uno de los más bellos del mundo, porque así lo pienso. Mi escaso bagaje viajero me impide hacer comparaciones respecto a lugares exóticos, vírgenes o muy apartados de nuestro entorno, pero de lo que conozco, no tengo duda. Su azul es inigualable. Pero a la vez que bello, puede ser de los más crueles del mundo. Bajo ese azul absoluto casi eterno bulle una inmensa ciudad, millones de personas y un terreno enorme, salpicado de manchas de vegetación, montañas y todo lo que configura el paisaje terrestre, que muchas veces mira a ese azul omnipresente con absoluto odio, porque día tras día el azul se repite de manera monótona, como si de una condena se tratase. Tras la lluvia, que a veces cae sin control y desmedida, el suelo se comporta generoso, y regala al azul celeste una gama de verdes curiosa y siempre sorprendente, dados los lugares, a veces auténticos pedregales, por donde es capaz de asomar la vegetación. Es en esos primeros días cuando la naturaleza de Madrid se encuentra a gusto consigo misma, se regala una a otra, ofrece toda la belleza que es capaz de dar, y deja al residente, espectador, visitante o turista la sensación de vivir en un espacio amable y armónico. Es un espejismo, una idea fugaz, una ilusión. Pasan los días, el azul del cielo sigue ahí en lo alto y el verde del suelo, poco a poco, palidece, muta hacia una gama de colores amarillentos y ocres que acaban confundiéndose con el polvo de un terreno que, antes, lucía compactado y terroso, y ahora es árido y arenoso, frágil ante la embestida del viento, que lo mueve como si fuera el paisaje de una playa. Los brotes que arraigaron en el pedregal, que fueron valientes, acaban claudicando, se rinden, pliegan armas y, poco a poco, van decayendo, tirando sus hojas y acabando, como viejos humanos, doblando su tronco ante el azul del cielo, desde donde el sol eterno, implacable, día tras día exige su tributo y no perdona. El tono de la ciudad se aguanta gracias a los árboles, grandes y frondosos, y el riego de parques y jardines, pero sale uno del espacio urbano, domesticado, y se encuentra con el campo, antes reverdecido, ahora trocado en crudo erial. Y el azul del cielo casi se puede ver reflejado en esos arenales inmensos que comienzan donde acaba Madrid y se extienden hasta el infinito, mucho más allá de la propia Comunidad. Y desde lo alto el sol parece sentirse a gusto con el trabajo realizado, con el fruto que han dado las plantas que salieron a saludarle, pero que no aguantaron su presencia y poder, y ante él se marchitan. Y llega la noche, y un nuevo día. Y sigue el azul infinito y el sol en lo alto, y así día tras día. Y la belleza infinita del cielo de Madrid se puede acabar convirtiendo en una tortura.


Ahora mismo, de mientras escribo, diluvia con tormenta en la zona en la que está mi oficina, y el suelo reseco trata de absorberlo todo porque sabe que no es seguro que mañana vaya a volver a llover, y mucho menos pasado mañana. Esta vez han sido cuarenta y cuatro, sí, cuarenta y cuatro días seguidos sin una sola gota de lluvia, de cielos despejados y sol abrasador. Lo que empezó siendo una primavera muy lucida acabo hace ya muchas semanas convertida en un agostado verano anticipado. Ahora llueve, disfrutémoslo, porque en Madrid nunca se sabe si será la última vez que lo haga hasta dentro de mucho, mucho, demasiado tiempo.

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