Hoy
se cumple el segundo centenario de la finalización de la batalla de Waterloo.
En unos campos verdes en las proximidades de Bruselas, de cuyo nombre nadie
puede acordarse, la “grand armé” de un Napoleón retornado fue derrotada por
completo por las tropas de la coalición, formada principalmente por Inglaterra
y Prusia, encabezadas por el duque de Wellington. Fue el final de las llamadas
guerras napoleónicas y el inicio de una época de paz en Europa que fue
interrumpida, ya pasada la mitad del siglo XIX, por nuevas guerras franco
prusianas, preludio de ínfima dimensión de las batallas infinitas del siglo XX.
Hoy, doscientos años después, el
recuerdo de Napoleón sigue vivo, su figura es inmensa, casi tanto como el
hospital de los inválidos de París en el que se encuentra enterrado, y los
chistes e imitaciones que se hacen de su figura, andares y presunta locura no cesan.
Perdió la guerra pero ganó a la historia. Y será hoy en Bruselas, cerca de esos
campos de batalla, donde se libre un nuevo enfrentamiento entre europeos, esta
vez reunidos en torno a una mesa, donde no se arrojarán bombas ni cañonazos, ni
se calvarán dagas o bayonetas, sino que se arrojarán improperios, acusaciones y
títulos de deuda. La historia europea, de guerras cruentas sin fin entre
continentales e isleños, vive en estos tiempos de paz en que nos ha tocado
vivir un agrio enfrentamiento económico, entre acreedores y deudores, entre
países ricos y pobres, entre países competitivos y no, entre exportadores
importadores, en el marco del euro, una moneda única que, como anillo de poder,
une nuestros destinos pero no está claro si para arrojarnos a todos al fuego
del infierno de Mordor. Desde Waterloo, y mucho antes, varios han sido los
intentos de lograr, sino la unificación europea, sí al menos un acuerdo que
permita la convivencia entre los pueblos del continente sin que la guerra
perpetua sea el símbolo de este espacio del mundo. La existencia de una
potencia dominante durante muchos siglos, primero España, luego Francia,
después Alemania, y sus deseos de imponerse a los demás, siempre ha sido fuente
de conflictos sin fin, que con los años fueron aumentando de intensidad y
virulencia hasta el desastre de las dos guerras civiles europeas del siglo XX,
llamadas comúnmente I Y II Guerrea Mundial. Tras ellas, sobre un erial de
cenizas y muerte, en un continente arrasado, muchas voces gritaron eso de “nunca
más” y surgió el sueño de la unidad europea como alternativa a la pesadilla
vivida, y la búsqueda de lazos comunes y de intereses que evitasen una nueva
guerra. Visto con perspectiva el experimento ha funcionado muy bien, al menos
en lo que hace a la parte occidental del continente. Yugoslavia en los noventa,
o Ucrania en estos mismos días muestran que el diablo de la guerra sigue ahí,
agazapado, esperando su oportunidad. Mientras tanto, la UE ha ido creciendo en
complejidad, en robustez y atando cada vez más a los países en un juego de
intereses que los mantenga unidos y, sobre todo, haga cada vez más costosa la
separación. Es esa idea, la de la irreversibilidad de la Unión, la del camino
siempre hacia adelante, la que hoy se juega en Bruselas, cerca de Waterloo, uno
de sus partidos más importantes. Y de cómo salga hoy esa reunión dependerá,
querámoslo o no, nuestro futuro en común.
Dice
Martin Wolf en su último libro “La gran crisis” (muy recomendable) que la
eurozona se ha convertido en un mal matrimonio cuya convivencia no deja de deteriorarse,
pero con un posible divorcio que es una catástrofe, como bien saben todas las
partes. De cómo arreglar esa convivencia, de hacer posible que sigamos juntos,
de eso va la reunión del Eurogrupo de hoy. Grecia, ese cuasi ridículo 2% del
PIB de la eurozona, es la señal que nos indicará hasta qué punto queremos
seguir unidos en este experimento o, sin embargo, comenzamos a romper los lazos
que nos unen y, manteniéndonos muy sujetos, impiden que nos caigamos y peguemos
unos a otros. En el fondo, poco ha cambiado en estos doscientos años. Hasta los
lugares decisivos siguen estando muy cerca unos de otros.
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