jueves, junio 18, 2015

Europa, doscientos años después de Waterloo

Hoy se cumple el segundo centenario de la finalización de la batalla de Waterloo. En unos campos verdes en las proximidades de Bruselas, de cuyo nombre nadie puede acordarse, la “grand armé” de un Napoleón retornado fue derrotada por completo por las tropas de la coalición, formada principalmente por Inglaterra y Prusia, encabezadas por el duque de Wellington. Fue el final de las llamadas guerras napoleónicas y el inicio de una época de paz en Europa que fue interrumpida, ya pasada la mitad del siglo XIX, por nuevas guerras franco prusianas, preludio de ínfima dimensión de las batallas infinitas del siglo XX.

Hoy, doscientos años después, el recuerdo de Napoleón sigue vivo, su figura es inmensa, casi tanto como el hospital de los inválidos de París en el que se encuentra enterrado, y los chistes e imitaciones que se hacen de su figura, andares y presunta locura no cesan. Perdió la guerra pero ganó a la historia. Y será hoy en Bruselas, cerca de esos campos de batalla, donde se libre un nuevo enfrentamiento entre europeos, esta vez reunidos en torno a una mesa, donde no se arrojarán bombas ni cañonazos, ni se calvarán dagas o bayonetas, sino que se arrojarán improperios, acusaciones y títulos de deuda. La historia europea, de guerras cruentas sin fin entre continentales e isleños, vive en estos tiempos de paz en que nos ha tocado vivir un agrio enfrentamiento económico, entre acreedores y deudores, entre países ricos y pobres, entre países competitivos y no, entre exportadores importadores, en el marco del euro, una moneda única que, como anillo de poder, une nuestros destinos pero no está claro si para arrojarnos a todos al fuego del infierno de Mordor. Desde Waterloo, y mucho antes, varios han sido los intentos de lograr, sino la unificación europea, sí al menos un acuerdo que permita la convivencia entre los pueblos del continente sin que la guerra perpetua sea el símbolo de este espacio del mundo. La existencia de una potencia dominante durante muchos siglos, primero España, luego Francia, después Alemania, y sus deseos de imponerse a los demás, siempre ha sido fuente de conflictos sin fin, que con los años fueron aumentando de intensidad y virulencia hasta el desastre de las dos guerras civiles europeas del siglo XX, llamadas comúnmente I Y II Guerrea Mundial. Tras ellas, sobre un erial de cenizas y muerte, en un continente arrasado, muchas voces gritaron eso de “nunca más” y surgió el sueño de la unidad europea como alternativa a la pesadilla vivida, y la búsqueda de lazos comunes y de intereses que evitasen una nueva guerra. Visto con perspectiva el experimento ha funcionado muy bien, al menos en lo que hace a la parte occidental del continente. Yugoslavia en los noventa, o Ucrania en estos mismos días muestran que el diablo de la guerra sigue ahí, agazapado, esperando su oportunidad. Mientras tanto, la UE ha ido creciendo en complejidad, en robustez y atando cada vez más a los países en un juego de intereses que los mantenga unidos y, sobre todo, haga cada vez más costosa la separación. Es esa idea, la de la irreversibilidad de la Unión, la del camino siempre hacia adelante, la que hoy se juega en Bruselas, cerca de Waterloo, uno de sus partidos más importantes. Y de cómo salga hoy esa reunión dependerá, querámoslo o no, nuestro futuro en común.

Dice Martin Wolf en su último libro “La gran crisis” (muy recomendable) que la eurozona se ha convertido en un mal matrimonio cuya convivencia no deja de deteriorarse, pero con un posible divorcio que es una catástrofe, como bien saben todas las partes. De cómo arreglar esa convivencia, de hacer posible que sigamos juntos, de eso va la reunión del Eurogrupo de hoy. Grecia, ese cuasi ridículo 2% del PIB de la eurozona, es la señal que nos indicará hasta qué punto queremos seguir unidos en este experimento o, sin embargo, comenzamos a romper los lazos que nos unen y, manteniéndonos muy sujetos, impiden que nos caigamos y peguemos unos a otros. En el fondo, poco ha cambiado en estos doscientos años. Hasta los lugares decisivos siguen estando muy cerca unos de otros.

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