Con tanto tiempo dedicado al
análisis electoral de las municipales y autonómicas de Mayo aún no he podido
escribir nada sobre la
muerte de John Nash y su mujer, que fallecieron de manera absurda en un
accidente de tráfico en New Jersey hace una semana, el mismo día de las
elecciones, cuando venían de recoger el premio Abel, uno de los galardones
matemáticos más importantes de cuantos existen. Al parecer el taxi en el que
viajaba el matrimonio Nash se salió de la carretera y se acabó estrellando,
falleciendo sus ocupantes. Después de todo lo que ha vivido este hombre, morir
así me parece indigno, ridículo.
Casi todo el mundo conoce a Nash
por la película “Una mente maravillosa” que se basa en el libro del mismo
título escrito por Sylvia Nasar, que es mucho más completo y realista que la
película. Yo estudié a Nash en los noventa, en económicas, porque sus estudios
sobre la teoría de juegos, cooperativos y no, y el desarrollo de los llamados
equilibrios de Nash son algo obligatorio a la hora de estudiar numerosos campos
de la economía, especialmente en el ámbito micro y empresarial, en el que un
número determinado de jugadores disputan el dominio de un producto, mercado o
de lo que se trate. Sin embargo, y pese a ser un genio cuyas contribuciones
matemáticas le guardarán un lugar en la historia, lo más asombroso de Nash es
cómo llegó a hundirse en el más absoluto pozo de la esquizofrenia y
recuperarse. Ya a los treinta, en plenitud de facultades, y con un gran bagaje
en lo que hacía a descubrimientos, la esquizofrenia encerraba la mente de Nash
en una cárcel en la que las paranoias sobre ser espiado y las alucinaciones le
ponían al borde del suicidio. Una mente maravillosa, sí, pero igualmente
enferma. El sufrimiento que experimentó Nash durante muchos años es,
simplemente, inimaginable. Desahuciado por muchos, ridiculizado por tantos,
amortizado por parte del conglomerado universitario, que lo daba por perdido,
Nash, junto su mujer Alicia, pasó años sumido en la oscuridad mental, pero logró
salir de ahí. Con una inmensa fuerza de voluntad, el deseo de volver a ser
normal y con las ganas de vivir que alentaban en él, Nash no logró vencer a su
enfermedad, que es de esas que siempre siguen ahí, pero le plantó tal lucha que
le permitió dominarla, controlarla, hacer que pudiera volver a controlar su
vida, a tomar nuevamente las riendas de sí mismo, riendas que durante año habían
pertenecido a las sombras que le torturaban sin fin. El proceso de rehabilitación
mental de Nash no fue parejo al de su vuelta a la vida social, pero fue la
concesión del Nobel de Economía en 1994 la mostró al mundo entero hasta qué
punto Nash había logrado reconstruirse a sí mismo, volver a la vida desde el
infierno. Aquel auditorio que le aplaudía sin descanso lo hacía por los
descubrimientos logrados, sí, pero sobre todo por el ejemplo que suponía para
otros muchos, enfermos y no, de cómo es posible recuperarse de una dolencia tan
amarga y cruel. Junto a Alicia, de la que luego se divorciaría y volvería a
casar, Nash es un ejemplo para todos nosotros de que la genialidad está al
alcance de pocos, pero las ganas de vivir y al fuerza para superar la
adversidad está en nuestra mano, y depende de nosotros usarla o no.
Esto no quiere decir que la
esquizofrenia sea vencible si uno lo desea, no. Nash luchó, batalló y, afortunadamente,
triunfó. Muchos casos hay también de que la lucha, emprendida con todas las
ganas, acaba en la derrota absoluta. Pero queda la constancia de que, como decía
Loyola de Palacio, que batalló y perdió, la única batalla que seguro está
perdida es la que no se disputa. La que sí, ya veremos. A Nash se le seguirá
estudiando con justicia en las universidades durante los años venideros, pero
su figura humana, inmensa, también será analizada como un ejemplo del triunfo
de la voluntad humana frente a la adversidad. Y eso le ennoblece tanto como el
Nobel, en este caso tan justamente otorgado.
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