Poco puedo añadir a lo muchísimo
publicado y comentado sobre
la sentencia del caso Nóos que se hizo pública el pasado viernes. Por un
lado, la instrucción del juez Castro sale bastante tocada, dado que más de la
mitad de los acusados han sido declarados absueltos, pero no es menos cierto
que las penas impuestas a los dos cabecillas de la trama, Torres y Urdangarín,
son elevadas y demuestran que hubo un delito, cosa que aún es negada por
ciertas opiniones. Poco se ha dicho de la condena de tres años a Jaume Matas,
la tercera que le cae, creo, en un rosario de juicios y sentencias que están
poniendo en su sitio no sólo su gestión política sino, también, su catadura
moral. Matas llegó a ministro y tenía buena fama. Hoy su nombre es sinónimo no
ya de corrupción, sino de sentenciado delito.
La trascendencia del caso Nóos se
deshizo, en gran parte, el día en el que el Rey Juan Carlos abdicó y se retiró
de la vida pública. Una de las principales tareas que tenía encomendadas Felipe
VI a su llegada al trono era la de desvincularse de su familia, especialmente
de Cristina, no tanto porque supiera que ella o su esposo iban a ser culpables
de lo que les acusaban, o no, sino por el mero hecho de la imagen que se
asociaba. Felipe VI en un hombre sensato y sabe, mucho mejor que otros, que su
cargo, su poder, es muy escaso, y que se basa fundamentalmente en la imagen, en
la creencia que los demás tienen de él. Su prestigio no viene por la familia o
un juramento, o el oropel de la corona (eso hoy en día más bien resta) sino por
la discreción, sensatez y cordura con la que ejerza sus funciones. Se sabe
observado y examinado en todo momento, y conoce hasta qué punto la
ejemplaridad, ese concepto tan necesario y que Javier Gomá ha puesto en boca de
todos, debe ser la brújula que guie sus pasos. Dolorosa o no, la separación
absoluta respecto a Cristina y su marido era necesaria, y Felipe la ejerció de
manera estricta desde el primer minuto de su reinado. Con ello el caso Nóos dejó
de ser un “juicio a la Corona” para convertirse “sólo” en un “juicio de corrupción”
y las implicaciones políticas de la sentencia quedaban diluidas. Estas
lecciones a las que me refiero, de ejemplaridad y responsabilidad ante la opinión
pública, son las que en ningún momento ha tenido en cuenta Cristina, la
Infanta. Su título viene de herencia paterna, y nadie le puede desposeer de él,
pero sólo ella es capaz de ejercerlo y, con su actitud, prestigiarlo o
arruinarlo, y resulta bastante obvio por lo que se ha decantado. La sentencia la
absuelve de culpa, le obliga a pagar una multa inferior a la fianza que había
depositado (de ahí el chiste que ha circulado que le ha salido a devolver) pero
deja bien a las claras que se benefició de una trama corrupta, que su marido y
socios cometieron delitos de varios tipos y que, en ningún caso, su conducta,
formas y modos han sido ejemplares. Y nuevamente hay que recalcar que esa exigencia
de comportamiento, que debe ser máxima para todos nosotros, aún más si cabe se
debe exigir a quienes ostentan un cargo público o representan una institución,
bien de manera electiva o, como es el caso, encarnada. La Infanta Cristina ha
mancillado, con su comportamiento, el título de infantazgo, el nombre de su
casa, el prestigio de la Corona de España y la imagen del país. Quizás no ha
cometido ningún delito punible, pero en ningún caso su comportamiento ha estado
al mínimo nivel de la exigencia ética que le corresponde. Si actitud de hacer
como quien ve llover durante todo los años de escándalo y juicio es reprobable,
y ha sido a su padre y hermano a quienes más ha perjudicado, y de rebote a la
institución monárquica. Alguien dijo hace ya años que Cristina era el mayor
regalo que les había caído a los antimonárquicos, y así ha sido, pero no por
sus delitos, sino por su actitud. Sólo espero de ella que realice el único acto
que le queda para salvar una mínima parte de su honra, que es la renuncia
voluntaria a sus derechos dinásticos y su título. Nada más.
Y una pequeña reflexión sobre las
varas de medir. Tras la sentencia muchos han sido los comentarios indignados
sobre la benevolencia de la justicia y la “salvación” de la infanta,
comentarios que seguían a los que se lanzaron en su momento cuando alegó no
saber nada. Entiendo la indignación de quienes así se pronuncia, pero no oí ese
mismo desgarro de ira social cuando Neymar, Messi o cualquier otro deportista
famoso usó el mismo argumento para eludir su pena por delito fiscal. Es más,
veo que, semana tras semana, esa sociedad tan “indignada” sigue aplaudiéndolos sin
cesar en estadios y campos deportivos. Esto es lo que se llama incoherencia.
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