Este domingo, a eso de las 7 de
la mañana, se desató una violenta tormenta sobre Madrid. Rayos, truenos
intensos, pesadas cortinas de lluvia zarandeadas sin piedad por un desatado
viento y un ruido ensordecedor azotaban la calle y los edificios que, en mi
barrio, se veían de manera intermitente en medio de los fogonazos de unos relámpagos
nada habituales para un mes de febrero en la meseta. Lo que en mi zona eran
gruesas gotas de lluvia se convertían en granizo en barrios del sur como
Vallecas o Villaverde, otorgando una imagen invernal y desapacible a una noche,
aún muy oscura, que preludiaba amanecer.
Viendo todo esto desde el confort
y seguridad de mi pisito, desde el lado seguro de la ventana, agredía miles de
veces no encontrarme en ese momento en la calle, donde sea cual sea la
indumentaria y equipamiento, el ambiente era hostil, y durante unos segundos me
vino a la cabeza una de las noticias de estos últimos días, que no ha sido
demasiado publicitada por los medios, la del rescate
por parte del servicio de salvamento marítimo de los doce miembros de la
tripulación de un pesquero que naufragó el jueves frente a la costa asturiana.
En medio del duro temporal que se vive estos días en la mar de gran parte del
país, faenaba ese pesquero tratando de ganarse el jornal, y una ola, o varias,
vaya usted a saber, acabaron por desestabilizarlo y hundirlo, con la rapidez y
sorpresa con la que, siempre, el agua penetra en los cascos y los lleva a
pique. Con base en Galicia, la tripulación pudo dar una señal de aviso y el
equipo de salvamento marítimo se movilizó, acudió a la zona del hundimiento, y
en un par de horas, según cuentan las crónicas, logró rescatar a los doce
tripulantes y trasladarlos a un hospital, donde se recuperaron rápidamente de
la hipotermia que sufrían. Imagínense los vientos que estamos sufriendo estos días,
pero no a resguardo en su casa, no en medio de un paso de cebra rodeados de
personas, entre un edificio y otro, no en el pequeño intervalo que transcurre entre
el portal de su casa y la boca del metro, no, sino en medio del mar, a varias
millas de la costa, entre olas cuyas crestas se suceden como una montaña rusa
sin fin, pero en la que los raíles y las medidas de seguridad no existen, en la
noche, con un ruido insoportable, con espumas y salpicones continuos de un agua
helada que hiere cada vez que toca, y en ese escenario de pesadilla, que yo no
sería capaz de aguantar ni un par de minutos, se produce la zozobra, el
hundimiento, la derrota de la máquina y del hombre frente a un mar que, cuando
se desata del todo, nada es capaz de detener. Piensen en esos tripulantes, con
sus chalecos salvavidas, y quien sabe si algo más, en el agua, en las gélidas
aguas, agitados como motas de polvo al paso de un vendaval, sometidos a unas
fuerzas imposibles de describir, angustiados, asustados, helados y temerosos al
saberse a merced de los elementos y ser conscientes de que cada segundo que
pasan en esas condiciones son años de vida perdidos, que les llevan al final de
su existencia. Vean ahora esa escena desde lo alto de un helicóptero de Salvamento Marítimo, el mismo caos
aunado con el ruido de las hélices y la fragilidad de una carlinga y arneses
que, en medio del vendaval, apenas son una libélula indefensa, y pónganse en la
piel de los que van a proceder a intentar el rescate, de los que van a abandonar
esa precaria seguridad del aire para dejarse caer en el infierno del agua, con
la única seguridad de que nada saben sobre lo que va a pasar, con la certeza de
que sólo su entrenamiento, coraje y pericia están de su lado, y que todo lo demás
juega a la contra. ¿Qué pasa por la cabeza del hombre que, en medio de esa
escena horripilante, se lanza al mar a rescatar?
Dos horas de trabajo, dos horas de lucha contra
una naturaleza que puede ser la más cruel y despiadada enemiga que imaginarse
uno pueda, y tras la batalla, doce personas rescatadas de las garras de una
muerte casi segura, y una labor heroica como la que cuentan muchas películas
que tachamos de fantasmada, que siempre se desarrollan con un decorado de
barras y estrellas de fondo, pero que esta vez fue completamente real, a unas
decenas de millas de la costa de Asturias, y que no contará con el
reconocimiento de ningún cineasta de renombre ni actor de prestigio. Pero sí
con toda mi admiración, mi asombrada admiración ante una muestra de valor y
arrojo que me parece absolutamente inimaginable. Decir gracias en estos casos
me parece algo tan leve, tan poca cosa frente a semejante obra, que teclear la
palabra casi me produce pudor, pero ninguna otra cosa soy capaz de decir.
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