Nos quejamos muchísimo, todos los
días, del país en el que vivimos. Todo está mal, repetimos con una insistencia
machacona, y esa percepción negativa a veces nos ciega y domina por completo,
nos incapacita para ver realidades que están a nuestro alrededor y que nos
demuestran que, pese a lo que pensemos, no vivimos en el mejor de los mundos
posibles, pero sí en el mejor de los que han existido. La necesidad de mejorar
y corregir los errores es loable, pero no reconocer los éxitos sería como
abroncar al chaval que aprueba de la misma manera que al que suspende. Quizás
no habría que abroncar a ninguno, pero para nuestra percepción, no dejamos de
abroncar.
Ayer
se publicaron los datos de criminalidad en España en 2016, y son dignos de
estudio. Por primera vez hemos bajado de los trescientos asesinatos en todo
el año, con una tasa de 0,63 homicidios por cada 100.000 habitantes, sólo
mejorada en Europa por los 0,47 que registra Austria. En cuanto a los delitos y
faltas, que diría el maestro Allen, también bajan y alcanzan la cifra de dos
millones, número abultado, pero menor que en registros anteriores. La traducción
de estas cifras a la vida cotidiana se hace mediante una palabra que tiene
componentes negativos y que muchas veces se usa para infundir miedo, pese a su
significado. Esa palabra es seguridad. Este es un país en el que uno se siente
seguro, en el que no domina la sensación de sentirse intimidado por el entorno
o el barrio por el que se transite. Vivo en Madrid, la mayor ciudad del sur de
Europa, tres millones de habitantes censados, unos seis millones en la
comunidad, entre los anteriores, los no censados como yo y los censados en
otras localidades y los ilegales, y nadie puede decir que existe un problema de
seguridad aquí. Y es una ciudad dura, como todas las grandes, tensa y con
problemas, con situaciones de marginalidad, pobreza y desigualdad, con barrios
de riqueza faraónica frente a otros que siguen sin tener asfaltados muchos de
sus caminos y donde el lugar en el que dejas el coche se convierte en un sucio
barrizal cuando caen cuatro gotas. Millones de personas de distinta
procedencia, nacional y extranjera, culturas y creencias dispares, pero que no
viven en una situación de gueto o menosprecio. Y esto que digo de Madrid se
puede extrapolar a cualquier otra ciudad o pueblo de España, la sensación de
seguridad que existe es elevadísima, y eso es un valor inmenso, enorme, que
pasa tan desapercibido como la buena salud, y que sólo se nota, como la salud,
cuando se pierde. Paradójicamente, ha sido viendo algunas de las últimas películas
donde he caído nuevamente en la cuenta del extraño paraíso de seguridad en el
que vivo, vivimos. Dos de ellas, “Moonlight” y “Comanchería”, muy buenas y muy
distintas, muestran una
sociedad en la que la violencia, el recurso a la agresión y el uso de las armas
están claramente instaurados, como pudiera ser aquí la bocina a la hora de
conducir. La imagen que ofrecen esas películas de sus sociedades es realmente
desastrosa, pero no sólo por la pobreza o falta de perspectivas que pueden
padecer sus personajes, dado que esas situaciones también las tenemos aquí, y
en abundancia. No, lo que más miedo me daba al verlas es el continuo y
asimilado recurso a la violencia que de ellas se desprende, de cómo en esas
sociedades el uso de las armas es algo tan instituido como el de los
pantalones, y la escasa, en ocasiones nula distancia, que existe entre la vida
y la muerte cuando la mayoría de tus semejantes poseen un arma y están
dispuestos a usarla. Para alguien como yo, de presencia relativa, ausencia de
fuerza física y escaso carácter (es lo que hay, sí) vivir en un mundo de
violencia supone una pesadilla en la que tengo todas las de perder y, quizás
también, una propina extra. Y cada escena de esas películas me lo recordaba
constantemente.
Salí del cine, especialmente tras
la de “Comanchería” con una enorme sensación de alivio, en la noche madrileña,
rodeado de personas y coches, en medio del barullo de una ciudad tan ruidosa
como esta, pero con la seguridad de que nadie me iba a pegar un tiro paseando
por ella, la constancia de que en el metro no tendría que preocuparme de quién
estuviera al lado mío y que, en el camino bajo las farolas hasta casa, sólo debía
preocuparme de no pisar alguna cagada de perro, que tanto abundan por todas
partes. Sí, se que no existe el riesgo cero, pero la sensación es esa. Y esa
sensación, llamada seguridad, es algo tan preciado e importante que, reitero,
no entiendo como no lo valoramos como es debido.
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