La técnica, que ya es omnipresente
en nuestras vidas, contribuye a ofrecernos muchísimas posibilidades y, también,
complica algunos aspectos del día a día que son bastante sencillos, produciéndose
de vez en cuando situaciones absurdas. Ayer, en compañía de unos amigos y
compañeros de trabajo, acudí a una función de teatro, una especie de monólogo
extralargo sobre las relaciones de pareja contado por una mujer que había sufrido
de todo, siempre con el humor presente. La sesión fue divertida, no se si
aprendí algo pero me lo pasé bien, y los que allí estábamos nos reímos y
estuvimos divirtiéndonos un buen rato, que no es poco.
Antes de la función, tomamos algo
en una cervecería anexa al teatro. A la hora de pagar la consumición cada uno
pusimos lo nuestro, sobrante arriba o abajo, y fuimos a la caja que estaba en
el centro del amplio local, para abonar el importe. Uno de nosotros no tenía
cambio y puso un billete y, junto con las monedas de todos los demás, le
acompañé a efectuar el pago, mientras el resto de compañeros abandonaba el
local y, entradas en mano, se ponía a la cola para acceder al espectáculo. La
barra era una de esas que, girada sobre si misma, se situaba en medio del
espacio del bar, por lo que desde cualquier punto se veía a los camareros que
te daban la espalda cómo trabajaban en sus pantallas de cobro o poniendo las
consumiciones. Ya fue algo sospechoso que, para el mero hecho de pagar, tardaran
tanto en hacernos caso como lo hicieron, pero al final uno de nos camareros se
fijó en nosotros, no tanto en nuestras pintas sospechosas como en nuestros
gestos que denotaban interés, y vino y nos atendió. Tardo otro poco en sacar el
ticket en el que venían impresas, correctamente, nuestras consumiciones, y le
dimos el billete para que, vía cambios, mi acompañante quedara saldado. El
camarero fue con el dinero y recibo a una de las pantallas táctiles que servía
como TPV, y empezó a teclear en ella un montón de códigos de acceso y, tras
desbloquearla, cifras y datos en abundancia. Preguntó varias veces a algunos
compañeros el número concreto de la mesa en la que estábamos, y haciendo otras
cosas a la vez, seguía pulsando botones en su pantalla y rellenado lo que parecía
un formulario del IRPF. En un momento dado el proceso se detuvo, el camarero se
quedó impaciente ante el terminal y, sin que pudiera ver qué es lo que había
pasado, la siguiente vez que lo vi se encontraba nuevamente ante la pantalla de
desbloqueo inicial. Volvió a teclear abundantes caracteres y, con el programa
abierto, empezó lo que parecía una nueva cuenta, síntoma de que, por algo, la
anterior había fallado. Mi acompañante y yo veíamos que el tiempo pasaba y el
acto de pagar se empezaba a dilatar más de la cuenta. En el nuevo proceso de
carga de datos del camarero, que empezaba a tener aspecto de analista
financiero, algo debió salir mal otra vez, pero esta vez el fallo implicó el
bloqueo de la pantalla. Acudió a pedir ayuda a un compañero y, entre ambos,
lograron inicialmente cerrar el programa de facturación y volver al escritorio
de lo que, por aspecto, parecía un Windows XP. Desde ese punto hicieron algunas
intentonas para lanzar el software de cobro, pero parecían no tener éxito.
Finalmente, optaron por la solución clásica, que es reiniciar el equipo, cosa
que llevó un pequeño tiempo, pero que supuso toda la cascada de pantallas
negras y de color clásicas asociadas al arranque. Pasados unos minutos, el
camarero volvía a estar ante la críptica pantalla de identificación del programa
de cobro, y tras introducir su código secreto, reinició el proceso de generación
de la factura. Esta vez hubo éxito y, como por arte de magia, se abrió el cajón
del dinero sito en la parte inferior del TPV y pudo proceder al cobro y
traernos las vueltas.
Escenas de este tipo son cada vez
más similares, una vez que los puntos de venta se han convertido en puertas de
acceso a las bases de datos de los negocios y recopiladores de “data” a veces “big”
otras no tanto. En muchas ocasiones las etiquetas de los productos salvan a los
dependientes en el siempre complejo proceso de cobro, piense usted en la cola
del supermercado y el lector de códigos de barra, pero la hostelería, entre
otros negocios, carece de identificadores de este tipo y el proceso de carga de
la información requiere un trabajo del empleado que, muchas veces, debe atender
a todo lo demás mientras rellena el albarán correspondiente. Ayer fueron varios
minutos, no pocos, los que empleamos, mi amigo, el camarero y yo, en
cumplimentar todo ese proceso.
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