El lunes por la tarde llevé a mi
madre, una tía y una prima a una residencia de ancianos para visitar a la madre
de esa prima, que está viviendo en dicha residencia desde hace apenas un par de
semanas. El marido de la señora, hermano de mi madre, falleció a principios de
2016, tras sufrir un ictus severo en la primavera de 2015. Por esas fechas su
esposa sufrió también un ictus, mucho más leve, y desde entonces la familia les
puso una asistenta para que les cuidara en casa. El papel de la asistenta fue
creciendo tras el mal del marido y se convirtió en imprescindible tras su
muerte y el aumento de los daños en el cerebro de la mujer. Finalmente, la
familia optó por el internado hace unas semanas.
No me gustan las residencias, no
las quiero para mi mismo si, llegado el cao, la suerte y los genes me permiten
alcanzar una vida larga, pero es evidente que en muchas ocasiones son el
recurso más útil para poder garantizar una atención y cuidados a personas que
ya no pueden valerse por si mismas, especialmente en casos en los que la
enfermedad ha afectado a la conciencia y otro tipo de capacidades superiores.
Los problemas de movilidad pueden paliarse con tecnología y obras caseras, pero
las demencias, ictus y otras afecciones similares son mucho más difíciles de
abordar. Pensaba sobre estos asuntos, y el disparado envejecimiento de la
población mientras, en compañía de mis familiares, llevábamos a mi tía a una
sala común de juegos y relax, sita en los bajos del edificio. La instalación,
regida por la Diputación Foral de Bizkaia, es muy nueva, y se notaba su
reciente estreno en los muebles e instalaciones, muy pulcros y con apariencia
de haber sido desembalados hace poco. En esa sala, en el horario de visita en
el que nos encontrábamos, habría una decena larga de residentes y bastantes
familiares que charlaban y les hacían compañía. Había un poco de todo, y era fácil
distinguir aquellos que se encontraban en un estado mejor que otro. Mi tía, físicamente
algo escuálido, mostraba un rostro alegre, y cuando se le preguntaba qué tal
estaba en su nuevo hogar contestaba rápidamente que era feliz y estaba
tranquila, pero cierto es que ha perdido gran parte de la memoria y de muchas
nociones de la realidad. Confunde a las personas, los espacios y el tiempo, y dudo
de que sepa realmente dónde se encuentra y por qué. No expresaba dolores ni sufrimiento
alguno, no padecía ni se quejaba, y eso ya es un avance. En su silla de ruedas,
como la mayoría de los pacientes de aquella sala, contemplaba la vista desde
las ventanas, que dan a unos jardines y pisos en construcción, con la
parsimonia de quien mira un amplio horizonte de verano en el campo, o la
infinitud del mar desde la orilla. ¿Qué estaría pasando en aquel momento por su
cabeza? ¿Qué estaría realmente viendo, oyendo, sintiendo al observar el
paisaje, al escucharnos? Algunos de los pacientes mostraba un estado de ensimismamiento
mucho mayor que el de mi tía, recluidos en apariencia en un mundo de sombras,
atrapados en ellas sin que realmente sepamos si alguna vez podrán volver a ver
la luz en su interior. Esas mentes que se pueden apagar son el reflejo de
nuestra personalidad, lo que nos constituye. Nos reconocen por nuestro aspecto
físico, pero somos voz, emociones, comportamientos, ideas, opiniones y
expresiones que surgen de nuestro cerebro. Si este se apaga, aparentemente
nuestro aspecto se mantiene, pero ya no somos los mismos. Esa es la mayor de
las crueldades de enfermedades que, además de acortar nuestra vida, nos roban
la persona que fuimos, que fue, la convierten en despojos, en sombras.
Con el disparo de la esperanza de
vida que tenemos en la actualidad, el negocio de las residencias no va a dejar
de crecer, y la demanda de plazas en las mismas va a seguir estando muy por
encima de la oferta. Haciendo algunas preguntas me enteré del coste diario de
la habitación, sin subvención alguna, y no pude evitar un pequeño escalofrío al
dividir mis ahorros y calcular mentalmente cuánto tiempo, escaso, sería capaz
de financiar mi propia estancia en un lugar como ese de verme en una situación
similar. El futuro, y la vejez, es algo que cada vez está más cerca para todos
nosotros, pese a que muchas veces nos neguemos a verlo y apartemos de nuestras
vidas a las personas que ya residen en esa edad en la que el tiempo pasado es
mucho mayor del incierto que queda por vivir, y la experiencia ayuda a valorar
toda novedad que se presente en sus vidas.
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