miércoles, febrero 01, 2017

Una tarde en la residencia

El lunes por la tarde llevé a mi madre, una tía y una prima a una residencia de ancianos para visitar a la madre de esa prima, que está viviendo en dicha residencia desde hace apenas un par de semanas. El marido de la señora, hermano de mi madre, falleció a principios de 2016, tras sufrir un ictus severo en la primavera de 2015. Por esas fechas su esposa sufrió también un ictus, mucho más leve, y desde entonces la familia les puso una asistenta para que les cuidara en casa. El papel de la asistenta fue creciendo tras el mal del marido y se convirtió en imprescindible tras su muerte y el aumento de los daños en el cerebro de la mujer. Finalmente, la familia optó por el internado hace unas semanas.

No me gustan las residencias, no las quiero para mi mismo si, llegado el cao, la suerte y los genes me permiten alcanzar una vida larga, pero es evidente que en muchas ocasiones son el recurso más útil para poder garantizar una atención y cuidados a personas que ya no pueden valerse por si mismas, especialmente en casos en los que la enfermedad ha afectado a la conciencia y otro tipo de capacidades superiores. Los problemas de movilidad pueden paliarse con tecnología y obras caseras, pero las demencias, ictus y otras afecciones similares son mucho más difíciles de abordar. Pensaba sobre estos asuntos, y el disparado envejecimiento de la población mientras, en compañía de mis familiares, llevábamos a mi tía a una sala común de juegos y relax, sita en los bajos del edificio. La instalación, regida por la Diputación Foral de Bizkaia, es muy nueva, y se notaba su reciente estreno en los muebles e instalaciones, muy pulcros y con apariencia de haber sido desembalados hace poco. En esa sala, en el horario de visita en el que nos encontrábamos, habría una decena larga de residentes y bastantes familiares que charlaban y les hacían compañía. Había un poco de todo, y era fácil distinguir aquellos que se encontraban en un estado mejor que otro. Mi tía, físicamente algo escuálido, mostraba un rostro alegre, y cuando se le preguntaba qué tal estaba en su nuevo hogar contestaba rápidamente que era feliz y estaba tranquila, pero cierto es que ha perdido gran parte de la memoria y de muchas nociones de la realidad. Confunde a las personas, los espacios y el tiempo, y dudo de que sepa realmente dónde se encuentra y por qué. No expresaba dolores ni sufrimiento alguno, no padecía ni se quejaba, y eso ya es un avance. En su silla de ruedas, como la mayoría de los pacientes de aquella sala, contemplaba la vista desde las ventanas, que dan a unos jardines y pisos en construcción, con la parsimonia de quien mira un amplio horizonte de verano en el campo, o la infinitud del mar desde la orilla. ¿Qué estaría pasando en aquel momento por su cabeza? ¿Qué estaría realmente viendo, oyendo, sintiendo al observar el paisaje, al escucharnos? Algunos de los pacientes mostraba un estado de ensimismamiento mucho mayor que el de mi tía, recluidos en apariencia en un mundo de sombras, atrapados en ellas sin que realmente sepamos si alguna vez podrán volver a ver la luz en su interior. Esas mentes que se pueden apagar son el reflejo de nuestra personalidad, lo que nos constituye. Nos reconocen por nuestro aspecto físico, pero somos voz, emociones, comportamientos, ideas, opiniones y expresiones que surgen de nuestro cerebro. Si este se apaga, aparentemente nuestro aspecto se mantiene, pero ya no somos los mismos. Esa es la mayor de las crueldades de enfermedades que, además de acortar nuestra vida, nos roban la persona que fuimos, que fue, la convierten en despojos, en sombras.


Con el disparo de la esperanza de vida que tenemos en la actualidad, el negocio de las residencias no va a dejar de crecer, y la demanda de plazas en las mismas va a seguir estando muy por encima de la oferta. Haciendo algunas preguntas me enteré del coste diario de la habitación, sin subvención alguna, y no pude evitar un pequeño escalofrío al dividir mis ahorros y calcular mentalmente cuánto tiempo, escaso, sería capaz de financiar mi propia estancia en un lugar como ese de verme en una situación similar. El futuro, y la vejez, es algo que cada vez está más cerca para todos nosotros, pese a que muchas veces nos neguemos a verlo y apartemos de nuestras vidas a las personas que ya residen en esa edad en la que el tiempo pasado es mucho mayor del incierto que queda por vivir, y la experiencia ayuda a valorar toda novedad que se presente en sus vidas.

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