Podemos surgió de los rescoldos
del 15M y como respuesta a la incapacidad de la política y las instituciones para
hacer frente no tanto a la crisis económica sino a sus devastadoras
consecuencias sociales. Nació para evitar que la desigualdad creciese y para
que “los de siempre” salieran beneficiados y “los de siempre” perjudicados. Un
discurso simple como pocos pero con un poso de razón. Los indignados con los
rescates y las injusticias que, en forma de corruptelas, veía la sociedad española
día a día crecer a su alrededor fueron la gasolina que hizo carburar al coche
de Podemos y ponerle en muy alta velocidad.
La situación actual de Podemos,
envuelto en una crisis interna de liderazgos, eso seguro, y de discurso ideológico,
eso no lo tengo tan claro, es fruto tanto del cambio de la coyuntura económica
y social como de los errores propios. La economía no está ahora en una situación
tan desastrosa como la de hace apenas tres o cuatro años, y pese a la
precarización a la que hemos llegado, muchos ciudadanos prefieren un mal
contrato que el atroz desempleo que conocieron durante el hundimiento. No
existe el grado de crispación social que supuso el sustrato en el que germinó
Podemos. En esta coyuntura, se reclama desde hace tiempo que Podemos pase de la
protesta a la propuesta, y es ahí donde se ha visto una de sus mayores fallas.
El discurso de muchos de sus dirigentes combina mensajes buenistas con otros
del populismo más acusado, agitado todo ello en una coctelera con base
anticapitalista y de izquierda extrema que no garantiza nada bueno. El
populismo, que a veces han reclamado y otras denostado, es un término que los
define bastante bien y del que parecen representar la vertiente española de la
ola que recorre el mundo, en este caso muy alejada de los parámetros propios de
la extrema derecha que domina fuera de nuestras fronteras, pero coincidente con
muchas de sus medidas (Podemos habría firmado las órdenes derogatorias de los
acuerdos de libre comercio de Trump sin mirarlas siquiera). A este lío
conceptual se debe unir los problemas internos de gestión, problemas que se dan
en todas las organizaciones, y que enfrentan a los que tienen el poder frente a
los que aspiran a tenerlo. Aquí el papel de Pablo Iglesias ha sido
determinante. Ideólogo férreo, clarividente en muchos aspectos, capaz de armar
la formación desde nada, y hacerla crecer a través de una inteligente campaña
mediática, no ha sabido en ningún momento gestionar el indudable éxito
electoral de su formación. Con un ego desmedido, tanto como su ansia de llegar
al poder a toda costa, desperdició una oportunidad de oro para poder aupar al
PSOE en el gobierno, sólo con la condición de que esperase su turno para “pillar
poder”. El ansia le pudo, y a partir de ahí todo el mundo vio cómo su forma de dirigir
Podemos era lo más autoritario y radical que uno pudiera imaginar. Reniega del culto
a la personalidad, salvo que se trate de la suya, y convierte todo discurso y
debate en una lucha entre él, defensor de las esencias, y aquellos que las
pervierten. Admirador de los antiguos dirigentes comunistas, sus formas y modos
recuerdan mucho a un estalinismo versión 2.0, en el que las purgas se hacen por
internet, los ceses son sólo de los cargos y el arrastre de los enemigos no se
hace por el fango o frente a la moscovita plaza Dzierżyński, sino en Telegram y
Twitter. Iglesias fue capaz de hacer lo más difícil y ha fracasado cuando tenía
a su alcance un logro impresionante, en un partido que, recordemos, existe
desde hace apenas unos años.
La
dimisión ayer de Carolina Bescansa, una de las ideólogas del partido y
fundadora del mismo, revela hasta qué punto existe la división en el
partido. “Pablistas”, “Errejonistas” y “Anticapitalistas” es una manera algo
burda y caricaturesca de describir el debate de fondo de una formación que se
ha hecho mayor, se enfrenta a una crisis de liderazgo, proyecto y estrategia,
como les ha pasado a todos los partidos, y debe escoger qué es lo que quiere
hacer en el día a día de la sociedad y cómo contribuir a arreglar los problemas
de los ciudadanos, que siguen siendo inmensos. Si acierta en sus decisiones,
ganaremos todos. Si se equivoca, sobre todo perderán ellos. “Vista Alegre” no
parece ser el lugar más afortunado para definir lo que se avecina.
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