En la larga y asombrosa rueda de
prensa que dio ayer Donald Trump, y que no tuve la oportunidad de seguir en
directo, el Presidente de EEUU (Cómo me cuesta escribir este cargo y pensar en
ese personaje) arremetió
contra todo el mundo, calificó de desastre absoluto el país y administración
que ha heredado, y calificó a la prensa de deshonesta y fuera de control. En
esto último hay que darle al sujeto un margen de confianza y de validez, porque
pocos como el mismo para saber lo que es la deshonestidad y actuar fuera de
control. Pareciera por un momento que se estaba describiendo a sí mismo, en una
actuación que, lo siento Alec Baldwin, no hay humorista que pueda superar.
Aunque no lo vaya a reconocer
nunca, ha sido esta que termina una semana muy mala para Trump. La renuncia
forzada de Michel Flynn, su asesor de seguridad nacional, tras conocerse los intensos
contactos mantenidos con diplomáticos rusos antes de ser nombrado en el cargo.
Esas conversaciones, encuentros e intercambios de información hacían aún más
verosímil la cacareada teoría de la colaboración con la que contó el equipo de
Trumo por parte de la inteligencia rusa para poder ganar las elecciones. Flynn
intentó disculparse, inventó algunas coartadas, y nada pudo hacer cuando quedó
claro que, salvo el vicepresidente Mike Pence, casi todo el equipo de Trump
conocía esos contactos, que con tanta intensidad Flynn, seguía negando. Su
renuncia ha sido, también, el resultado de la guerra que se vive en el entorno
de Trump por hacerse con cuotas de poder. Rence Priebus, jefe de gabinete del
presidente, y Steven Bannon, su influyente y extremista asesor, son las cabezas
con más poder ahora mismo en Washington, y dictan los nombres que ocupan los
cargos, y en su deseo está el dictar lo que los medios cuenten de las acciones
de la presidencia. Esas dos personas encarnan el “trumpismo” frente al
republicanismo clásico, que es donde reside el vicepresidente Pence y la mayor
parte de los medios y altos cargos de la administración. Esas luchas internas
por el poder muestran, cada día, el caos absoluto en el que vive la
administración y que, en cierto modo, la mantiene paralizada (lo que, viendo
las decisiones que toma, quizás no sea tan malo). La sensación de descontrol
que se emite ahora mismo desde Washington es tan elevada como sorprendente y,
si me apuran, grave. Pensar en la estrategia a medio plazo que va a regir la
política del gobierno Trump en todas aquellas áreas de su influencia es una
ilusión falaz, dado que día a día se improvisa, se trampea y se salta de
chapuza en chapuza. Por
ello no es extraño encontrarse con titulares como este que, si uno lo lee
despacio, resultan incomprensibles. Resulta que las agencias de seguridad
del país, que nunca se han fiado mucho entre sí, ahora se han puesto de acuerdo
para no fiarse del Presidente, y no le cuentan todo lo que saben. No es una
actitud rara si uno ve como un asesor de seguridad del propio gobierno debe
renunciar tras mantener muchos contactos con el teórico archienemigo ruso, pero
que la inteligencia, las cloacas si usted lo prefiere, el estado “profundo” se
muestre receloso ante el poder establecido es algo que no tiene mucho sentido
y, sobre todo, parangón en la historia de EEUU. Dado que la principal ley que
rige ahora mismo en la Casa Blanca es que todo es mentira, salvo lo que sale de
la boca del Presidente, quizás Trump la emprenda ahora, nuevamente, pero desde
su sillón presidencial, contra la CIA, NSA, FBI y todo el conglomerado de
seguridad interior y exterior que, le guste o no, le dotan de gran parte del
poder que, presuntuoso, ejerce. ¿Va a lanzarse Trump a una batalla contra sus
propios espías? Ni Putin ni otros mandatarios mundiales hubieran soñado un
escenario tan de pesadilla para el imperio americano. Es desolador.
Y en medio de todo este caos, sólo
veo un indicador de optimismo global, que es el Dow Jones. La bolsa de Nueva
York, en todos sus índices, encadena máximos históricos en un proceso de subida
libre que no tiene freno ni cielo conocido, y que no soy capaz de explicarles a
qué se debe. El llamado “rally Trump” que empezó tras conocerse la victoria
electoral de Donald, se extiende en el tiempo y ha proporcionado sustanciosas ganancias
a inversores de medio mundo, donde los índices también suben arrastrados por la
euforia neoyorquina. ¿Ilusión? ¿Espejismo? ¿Más dura será la caída? A saber. Lo
único cierto es que nada seguro ni previsible va a venir del otro lado del
charco en bastante tiempo, al menos en la política. Menudo desastre de hombre,
de equipo y de gestión.
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