Tras una semana preludio del
verano, el cielo madrileño amanece cubierto, cálido, tormentoso y con aires
tropicales, amenazante de lluvias que empiezan a caer sobre un suelo reseco y
preludio de los previstos rayos y truenos para hoy. Es una descripción bastante
ajustada de lo que ahora veo por la ventana de la oficina, y sirve también como
metáfora ante la segunda vuelta de las elecciones francesas del próximo
domingo. Parece que el panorama es más despejado de lo que se esperaba hace
unas semanas, pero pese a ello la tormenta Le Pen sigue ahí, amenazante, y si
esta vez no descarga no hay garantías de que no lo vuelva a hacer en el futuro.
En
el debate televisado de este miércoles pudimos ver claramente a dos formas de
entender la política y de ejercitarla. Una, encarnada en Macron, la
clásica, la posibilista, la moderada, la que busca solucionar problemas, con
mayor o menor acierto, con posibilidades o no de lograrlo, que suscita
adhesiones, rechazos o indiferencias, pero que encuentra justificaciones,
motivos y razones en las que basar sus supuestos. Frente a ella, Le Pen
enseñaba esa imagen visceral, dura, mesiánica, del apóstol cegado por la fe,
del creyente que se sabe en posesión de la verdad absoluta, la lideresa del
discurso amargo, vitriólico, despiadado, sin concesiones. La que no duda porque
ve la vida en blanco y negro, y en ella sus remedios e ideas son la panacea
para todos los males, la que no se corta a la hora de insultar y acusar a los
que a sus ideas se oponen con todo tipo de bulos, falsedades o maledicencias, porque
sus ideas son la verdad, y quienes no las siguen no son dignos de mostrarse en
su presencia. Dicen las encuestas posteriores al enfrentamiento que Macron ganó
a una Le Pen que se mostró muy como es ella, sin acudir a ningún tipo de
disimulo, pero lo malo es que los votantes de Le Pen son fieles, seguidores
incondicionales de su líder, y no se ven influenciados por debates y otro tipo
de argumentos, en general por nada que suene a argumentado. Y en frente, los
votantes de Macron, los que lo sean por convicción y los que lo hagan por
utilidad o rechazo a la otra fuerza, dudan, se piensan su voto, no acuden a la
urna como a una comunión de valores, a refundar una nueva sociedad limpia y
pura de manos de la encarnación de Juana de Arco, que es como se ve a sí misma
Le Pen. Frente a la fe, la duda. Me encontraran siempre en este segundo bando,
pero lo cierto es que a la hora de votar el creyente de Le Pen no falla, y el
dudoso de Macron, o de otras formaciones, lo hace. Es de esperar que en las
elecciones del Domingo Le Pen pierda, por un margen de unos veinte puntos, como
señalan casi todos los sondeos. Pudiera parecer una victoria holgada, pero no
lo es. Refleja un país dividido, profundamente agrietado, con un electorado
que, en una proporción enorme, cuatro de cada diez, afirma que escogerá una
formación radical, negacionista, que insulta las creencias en las que se basa
la república que tanto dice defender, y que posee un programa electoral lleno
de falsedades e ideas chuscas, reaccionarias y peligrosas. El que tanta gente
esté dispuesto a escoger esa opción política indica la dimensión del problema
político que afronta Francia, y otros tantos países de occidente, donde ideas
de este tipo, se vistan de izquierdas o derechas, cosechan un gran respaldo
popular. Hace ya unos cuantos años, cuando Le Pen padre pasó a la segunda
vuelta de las presidenciales, fue Chirac el candidato que se impuso y concitó
el voto contrario a los bárbaros. Ganó con un ochenta por ciento de los
sufragios, veinte puntos menos de los que se estima podrá conseguir Macron. En
estos años la fuerza del Frente Nacional se ha duplicado. Eso es una nefasta
noticia, se mire como se mire.
Y lo más peligroso, si me apuran,
es el futuro. Macron es la última bala que queda en la recámara para poder
impedir la victoria de Le Pen. El hundimiento de la izquierda moderada, la
deriva radical de una izquierda que duda si apoyar o no a Macron, mostrando su
irresponsabilidad ante un momento tan decisivo, y la caída de la derecha
tradicional, enfangada en corrupción y engaños, hace que sea el nuevo, novato y
misterioso Macron el último dique para impedir la inundación de Le Pen. Ojalá
muchísimos millones de votos marquen la distancia entre ambos candidatos este próximo
domingo, pero de lo sucedido estas semanas, de los mensajes de unos y otros, las
convicciones a la hora de frenar al mal y las cobardes equidistancias, todos
hemos aprendido mucho.
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