Suelo saltar en los ascensores.
Cuando estoy solo en ellos pego pequeños botes, o más bien hago como sentadillas
para tratar de entrar en resonancia con el bamboleo de la cabina y amenizar un
poco el viaje. A veces esta oscila un poco en su sube baja y el movimiento
generado es bello. En la oficina, trabajando en la planta 21 como lo hago, es
casi imposible coger ascensores vacíos y son de grandes dimensiones. Mi peso no
les supone trabajo alguno y, pese a que mis compañeros de trabajo saben que me
gusta hacer cosas de estas, ni lo intento, ni ante ellos y, mucho menos,
desconocidos, sabiendo que hay personas a las que les produce claustrofobia el
mínimo viaje en cabina cerrada.
Quizás por eso la noticia del
accidente de ascensor en el que han muerto dos adolescentes en Madrid se me
hace más cercana y, paradójicamente, lo más absurda posible. No se me ocurre
algo más seguro que un ascensor, sobre todo comparado con las peligrosas,
resbaladizas y propensas a tropezones escaleras, que siempre están ahí
esperando la torpeza más tonta. No están aún muy claras las causas de lo
sucedido, y lo que se habló en un principio de caída del suelo de la cabina
ahora parece convertirse en desprendimiento de una de las paredes laterales, y
con ella gran parte de la estructura. La instalación pasó la inspección
reglamentaria hace poco más de un año y aparentemente todo estaba bien. Serán
los técnicos y profesionales los que determinen qué es lo que ha fallado en
este caso, muy extraño, pero eso no me importa tanto como el mazazo, total, que
para las familias y amigos de los fallecidos ha supuesto esta muerte, tan
inesperada e injusta como absurda. Los chavales, que al parecer eran pareja, se
dirigían al ático del edificio, dónde en compañía de otros amigos iban a
celebrar el final de los exámenes. Una fiesta de estudiantes, diecisiete años,
el largo verano al alcance de la mano y pocas, o quizás ninguna, preocupación
significativa en sus vida. Una edad y época en la que lo peor que puede suceder
es que un examen salga mal o te encuentres con un compañero de clase que te
haga la vida imposible. No quiero imaginar la escena de los amigos que, estando
ya en el ático del edificio, empiezan a enterarse de lo que ha sucedido, y su
reacción. No quiero pensar en las familias de los dos chicos que, en un momento
dado, a una hora convencional, reciben una llamada que romperá para siempre sus
vidas, y les quitará gran parte de su sentido. No alcanzo a recrear el tráfico
de mensajes que entre todos los compañeros del colegio empezaría a circular a
los pocos minutos, contando una noticia más propia de una mala película norteamericana
de adolescentes que de una cálida tarde madrileña en el principio de mayo. Ni
puedo hacerme a la idea de las caras y sentimientos de los profesores, personal
del colegio y otros profesionales del centro, algunos no les conocerían, a
otros les sonarían, quizás los más tuvieron trato intenso con ellos. Habría
quienes les aprobaron o suspendieron asignaturas, les ayudaron por las tardes
en algún refuerzo, les impartieron clase uno o más cursos. Entre toda esa
comunidad escolar, que es como una gran familia mientras el curso está en
desarrollo, los mensajes y sentimientos de dolor debieron correr esa tarde a la
velocidad que sólo el miedo y la angustia son capaces de proporcionar. La
realidad de lo sucedido superaría con mucho a todos ellos, la incomprensión
ante un accidente absurdo, la pena por la pérdida y la sensación de vacío
existencial que supone perder a unos compañeros, amigos, alumnos, en una edad
en la que, como flores de mayo, despuntan sus vidas hacia un futuro que se les
abre de par en par. Proyectos, ideas, sueños, ilusiones, primeros amores, carreras
laborales… todo empezando a brotar y, de la manera más incompresible, segado de
raíz por la fatalidad.
Ayer,
en el colegio en el que estudiaban los chavales, se realizó un acto religioso
colectivo en su memoria, recuerdo, homenaje y despedida, tratando de
arropar a las familias y allegados ante un dolor que, sin duda, les desborda.
La fe religiosa que guía al centro escolar puede servir como consuelo y bálsamo
en horas tan oscuras como estas, pero no es capaz de cubrir el foso, el hueco
infinito que se ha abre cuando unos padres ven como su hijo se pierde en la
oscuridad de la muerte de una manera para la que no hay explicación, ni técnica
ni de ningún otro tipo. Sólo el tiempo hará que la pena se diluya, que se
mitigue, pero nunca desaparecer, y el hueco dejado por ese ascensor en las
vidas de los allegados me temo, nunca se cubrirá del todo. DEP
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