jueves, mayo 11, 2017

Perder la vida en el hueco del ascensor

Suelo saltar en los ascensores. Cuando estoy solo en ellos pego pequeños botes, o más bien hago como sentadillas para tratar de entrar en resonancia con el bamboleo de la cabina y amenizar un poco el viaje. A veces esta oscila un poco en su sube baja y el movimiento generado es bello. En la oficina, trabajando en la planta 21 como lo hago, es casi imposible coger ascensores vacíos y son de grandes dimensiones. Mi peso no les supone trabajo alguno y, pese a que mis compañeros de trabajo saben que me gusta hacer cosas de estas, ni lo intento, ni ante ellos y, mucho menos, desconocidos, sabiendo que hay personas a las que les produce claustrofobia el mínimo viaje en cabina cerrada.

Quizás por eso la noticia del accidente de ascensor en el que han muerto dos adolescentes en Madrid se me hace más cercana y, paradójicamente, lo más absurda posible. No se me ocurre algo más seguro que un ascensor, sobre todo comparado con las peligrosas, resbaladizas y propensas a tropezones escaleras, que siempre están ahí esperando la torpeza más tonta. No están aún muy claras las causas de lo sucedido, y lo que se habló en un principio de caída del suelo de la cabina ahora parece convertirse en desprendimiento de una de las paredes laterales, y con ella gran parte de la estructura. La instalación pasó la inspección reglamentaria hace poco más de un año y aparentemente todo estaba bien. Serán los técnicos y profesionales los que determinen qué es lo que ha fallado en este caso, muy extraño, pero eso no me importa tanto como el mazazo, total, que para las familias y amigos de los fallecidos ha supuesto esta muerte, tan inesperada e injusta como absurda. Los chavales, que al parecer eran pareja, se dirigían al ático del edificio, dónde en compañía de otros amigos iban a celebrar el final de los exámenes. Una fiesta de estudiantes, diecisiete años, el largo verano al alcance de la mano y pocas, o quizás ninguna, preocupación significativa en sus vida. Una edad y época en la que lo peor que puede suceder es que un examen salga mal o te encuentres con un compañero de clase que te haga la vida imposible. No quiero imaginar la escena de los amigos que, estando ya en el ático del edificio, empiezan a enterarse de lo que ha sucedido, y su reacción. No quiero pensar en las familias de los dos chicos que, en un momento dado, a una hora convencional, reciben una llamada que romperá para siempre sus vidas, y les quitará gran parte de su sentido. No alcanzo a recrear el tráfico de mensajes que entre todos los compañeros del colegio empezaría a circular a los pocos minutos, contando una noticia más propia de una mala película norteamericana de adolescentes que de una cálida tarde madrileña en el principio de mayo. Ni puedo hacerme a la idea de las caras y sentimientos de los profesores, personal del colegio y otros profesionales del centro, algunos no les conocerían, a otros les sonarían, quizás los más tuvieron trato intenso con ellos. Habría quienes les aprobaron o suspendieron asignaturas, les ayudaron por las tardes en algún refuerzo, les impartieron clase uno o más cursos. Entre toda esa comunidad escolar, que es como una gran familia mientras el curso está en desarrollo, los mensajes y sentimientos de dolor debieron correr esa tarde a la velocidad que sólo el miedo y la angustia son capaces de proporcionar. La realidad de lo sucedido superaría con mucho a todos ellos, la incomprensión ante un accidente absurdo, la pena por la pérdida y la sensación de vacío existencial que supone perder a unos compañeros, amigos, alumnos, en una edad en la que, como flores de mayo, despuntan sus vidas hacia un futuro que se les abre de par en par. Proyectos, ideas, sueños, ilusiones, primeros amores, carreras laborales… todo empezando a brotar y, de la manera más incompresible, segado de raíz por la fatalidad.


Ayer, en el colegio en el que estudiaban los chavales, se realizó un acto religioso colectivo en su memoria, recuerdo, homenaje y despedida, tratando de arropar a las familias y allegados ante un dolor que, sin duda, les desborda. La fe religiosa que guía al centro escolar puede servir como consuelo y bálsamo en horas tan oscuras como estas, pero no es capaz de cubrir el foso, el hueco infinito que se ha abre cuando unos padres ven como su hijo se pierde en la oscuridad de la muerte de una manera para la que no hay explicación, ni técnica ni de ningún otro tipo. Sólo el tiempo hará que la pena se diluya, que se mitigue, pero nunca desaparecer, y el hueco dejado por ese ascensor en las vidas de los allegados me temo, nunca se cubrirá del todo. DEP

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