Hace un par de días Angela Merkel
pronunció un discurso, o mitin, no estoy seguro, en el que realizó una de las
afirmaciones más importantes de los últimos años, décadas si me apuran. Dijo
que “los europeos tenemos que tomar el destino en nuestras manos” queriendo
dejar claro que, tras lo visto en las cumbres internacionales del fin de semana
en las que había participado Trump, EEUU ya no era un socio fiable. La relación
trasatlántica empieza a hacer aguas por el enloquecido comportamiento de uno de
sus miembros, el norteamericano, y Merkel lazó “urbi et orbe” el grito de que
Europa está sola, de que ya no podemos contar con el auxilio de Washington. De
que o nos ponemos nosotros a trabajar solos para nuestro propio bien o ya nadie
nos va a auxiliar.
Poco eco tuvo en los medios, a mi
entender, esta afirmación, que es trascendente. Supone un grito de orfandad,
una declaración de divorcio, de ruptura, en una relación que lleva décadas
funcionando de manera estrecha y provechosa a ambas orillas del Atlántico. Que
Europa se encuentre, de repente, sola, puede tener sus ventajas, pero no deja
de ser un reto formidable, y está por ver que, dada nuestra capacidad de gestión
de los problemas que nos atañen, seamos capaces de salir adelante. Lo que
seguro que Merkel no se esperaba era que no sólo EEUU nos iba a dejar solos,
sino que se puede llegar a convertir en un enemigo potencial para nuestros
intereses. En su desquiciada visión de la vida, expresada a golpe de tweet de
troll, Trump
ha saltado con unas afirmaciones bastas, burdas y falaces, en las que acusa a
Alemania de tener un superávit comercial injusto con respecto a EEUU y no
aportar a cambio lo suficiente en los costes de la OTAN. “Y que eso se va a
acabar”. Poco nos debiera sorprender ya de un personaje como Trump, pero lo
cierto es que su capacidad para epatar al personal con sus disparates empieza a
poner en riesgo a los humoristas que lo caricaturizan, y a guionistas de series
como “House of Cards” incapaces de imaginar escenas tan absurdas, peligrosas y
complicadas con las que emergen cada vez que al verdadero presidente se le pone
a tiro un micrófono o el teclado de su Smartphone para escribir silbidos, más
bien de pajarraco. Alemania posee un superávit comercial no sólo con EEUU, sino
con gran parte de los países del mundo, pero el origen de esa ganancia
competitiva está en la fortaleza de su industria y los productos que elabora,
no en engañosas políticas comerciales o cambiarias que juegan a su favor. Alemania
no realiza una conspiración global para colocar sus productos en el mundo,
aunque sea ese un pensamiento que tanto Trump como otros líderes populistas de
naciones variadas expresan. Las palabras del pobre Donald, y de esos otros líderes
populistas igualmente desnortados, lo que reflejan sobre todo es una profunda
envidia ante la capacidad de la economía y sociedad alemana de producir bienes
y servicios de una calidad fuera de toda duda. Si los coches alemanes arrasan
en EEUU no se debe a que las barreras arancelarias son favorables a los
germanos, no, sino a que no hay un producto hecho en EEUU que sea capaz de
competir de tú a tú con los Mercedes o BMV que suponen el techo de la aspiración
del consumidor. Curiosamente es el modelo S de Tesla, la berlina eléctrica de
lujo que produce el conglomerado de Musk en California, el único modelo creado
en suelo norteamericano que es capaz de competir con las berlinas de lujo
alemanas en el selecto mercado de la élite del estado soleado, y si es capaz de
ello se debe a que es un producto novedoso, innovador, rupturista en lo tecnológico
y asociado a una imagen de modernidad fuera de toda duda. Ese es camino que
debe emprender la industria norteamericana si quiere vencer a la alemana, no el
de las bravatas, aranceles o guerras comerciales sin sentido, que sólo logran
empobrecer a todos los países envueltos en ellas y, desde luego, a los
ciudadanos de esas naciones.
Pero estas declaraciones de Merkel
y Trump, centradas principalmente en lo económico, muestran sobre todo una
fractura política e ideológica, una separación en la forma de entender la
sociedad y la vida. Hasta ahora veíamos al dirigente que ocupaba la Casa Blanca
como el líder del mundo libre, el presidente de la democracia más longeva y el
administrador de una nación regida por el derecho, la ley y la libertad. Eso
con Trump ya no es posible. Ahora mismo es Merkel, odiada por muchos y admirada
cada vez más por quien esto les escribe, la que se atreve a decir en alto que la
ley, los derechos humanos y la sociedad libre son los designios que deben regir
nuestra conducta como naciones. Pero, ay, Merkel carece de poder fuerte, no
posee ejércitos y está en el ojo de mira de una Rusia que la puede condicionar.
Terrible panorama el que se abre para un occidente convulso y dividido.
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