Una de las noticias más absurdas
y tristes de estos últimos días tiene que ver con la medicina, o más bien con
el no uso de la misma a favor de tratamientos falsos, en este caso
homeopáticos, que han acabado provocando una muerte. En
Italia un niño de siete años ha muerto de otitis, una enfermedad común y leve,
porque los padres no le aplicaron el tratamiento debido y confiaron en la
homeopatía (que no es sino agua) para curar la enfermedad. El niño empeoró
sin freno y, cuando fue llevado a un hospital su estado ya era tan grave que
los profesionales no pudieron hacer nada por salvar su vida. Ahora los padres
se enfrentan a un proceso penal y todos nos miramos angustiados ante semejante
hecho.
Me produce asombro, rechazo, y
hasta algo de miedo, comprobar cada día hasta qué punto numerosas creencias,
todas ellas falsas, anidan en el fondo de la mente de tantas personas cuando
empiezas a hablar, en el café o en cualquier otro momento de charla, sobre
temas médicos. Como defensor a ultranza de la ciencia y de sus avances,
principales causantes de que usted y yo estemos aquí vivos en este momento, me
encuentro siempre rodeado de creyentes en la homeopatía, plantas medicinales,
reikis, técnicas milenarias de todo tipo y nombre, y cuestiones esotéricas que
poseen nombres tan exóticos como impronunciables. Es mencionar la medicina
moderna y no tardan en saltar voces que acusan a las farmacéuticas de todo tipo
de complots y argucias para robar, estafar, matar y una sarta de delitos sólo
comparables a los que acompañan a políticos corruptos y jugadores de fútbol.
Esas teorías conspirativas, creadas en gran parte por los divulgadores de las
recetas “alternativas” crecen con un vigor y fuerza que para sí lo quisieran el
conocimiento ya la propia ciencia. Curiosamente no es tanto un movimiento
religioso convencional el que se enfrenta a las terapias médicas, sino el de
unos creyentes, que actúan como tales, de perfil difuso y que apenas coinciden
en nada, salvo si me apuran en la tendencia al naturismo y a la vida sana y
pura. Junten a ello el hecho, cierto, de que la medicina no es una ciencia
exacta, que hay caso y casos, y que la proximidad de un enfermo y la inevitable
carga emotiva que ello provoca altera la percepción de todo el mundo y tendrán
el perfecto terreno donde los vendedores de supercherías plantan sus doctrinas,
obteniendo a cambio de ellas beneficios a los que nadie pone mala cara. El
consumo de sustancias alternativas o no regladas es creciente y la confianza en
ellas también, y todo sin la más mínima prueba o estudio riguroso que valide
esa supuesta ventaja que poseen esas terapias. Las vacunas, por ejemplo, santas
vacunas, han salvado a millones de personas en todo el mundo, muchos millones.
El impacto de su existencia es inimaginable, entre otras cosas porque todos los
muertos que existirían de no haberlas descubierto no podrían hablar, pero basta
que una fuente afirme que generan un supuesto problema en un ínfimo porcentaje
de la población que las toma para que se genere una campaña de intoxicación y
boicot contra ellas, campaña donde el concepto “natural” es tan utilizado como “democracia”
por parte de los que en tantos lugares buscan destruirla. La lucha contra los
antivacunas es, quizás, la batalla más absurda y tonta de las que existen en la
actualidad. Miles de estudios, millones de personas vivas y sanas son la prueba
de un éxito, pero no sirven de nada ante unos fanáticos convencidos de la
conspiración en forma de aguja inyectada a los niños. Algunos de los éxitos de
esta secta alucinada se han traducido en muertos, contagios, retorno de
enfermedades casi olvidadas, y sobre todo, sensación de atraso, de incomprensible
vuelta atrás.
Es muy difícil luchar contra las
creencias de la gente, lo se, y por tanto la batalla del convencimiento estará,
seguramente, condenada al fracaso, pero al menos debemos esforzarnos para que
pacientes y familiares no abandonen los tratamientos que, esos sí, poseen la
posibilidad de salvarlos. Si usted quiere darse a la homeopatía o rezar a San
Apapucio de los peces, hágalo, pero después de salir de la consulta del médico
y tomar el tratamiento que él le haya prescrito, en las dosis y frecuencias recomendadas.
Y en el caso de los niños, más vulnerables y propensos a expandir contagios,
este consejo debiera ser una obligación. Infringirlo puede dañarlos con una
eficacia mucho más elevada que a cualquier adulto. No juegue con su salud, y
menos con la de los demás. Haga caso a la ciencia, que siempre duda de ella
misma, y abandone falsas terapias que no dejan de prometer salud infinita.
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