Se
celebró ayer en el Congreso un acto institucional solemne para conmemorar los
cuarenta años de las primeras elecciones de la democracia, el primer hito
real de un proceso de salida de la oscura dictadura que, casi durante el mismo
periodo de tiempo, rigió los designios del país. Discursos, boato y pompa, como
lo merecía la ocasión, con la extraña ausencia de la figura del Rey Juan Carlos
I, excusada por una cuestión de protocolo, pero imposible de justificar bajo
ningún tipo de argumento. No es un detalle menor, que empaña en parte el acto
celebrado y muestra, otra vez, lo cainitas que somos los españoles a la hora de
reconocer méritos, haciendo pesar más los errores que los aciertos. Va en
nuestros genes.
De un tiempo a esta parte hay una
corriente de opinión que critica con dureza el periodo de la transición, que
acusa de haber realizado una componenda a los que entonces acordaron olvidar su
pasado para encontrar un futuro, y tachan de “régimen” el marco actual de
convivencia, a sabiendas de que esa es una palabra contaminada por la dictadura
franquista. Es curioso que quienes así se expresan sean en su mayoría personas
que no vivieron en la época del dictador, en la que la disidencia se pagaba con
la cárcel o la vida, y que ahora, tan demócratas ellos, no sean capaces de
acordar nada ni con los que, en teoría, están cerca de su espectro ideológico.
Por no mencionar como hace algo más de un año lograron impedir un relevo en el
gobierno que, día tras día, denostan como lo peor que el país ha vivido. En
fin, opiniones hay para todos los gustos, pero no me verán a mi compartiendo
ese punto de vista sino, más bien, rebatiéndolo, y realizando para ello un
encendido, y nada disimulado elogio de la transición y del sistema democrático
en el que vivimos, algo inaudito en la historia española, caracterizada por
tiranías más o menos lesivas para sus ciudadanos, siempre tratados como súbditos,
y pequeños espacios de libertad que fueron cerrados a sangre y fuero en tantas ocasiones.
La democracia occidental, tal y como la conocemos, es un invento del siglo XX,
y más bien de su segunda mitad. La extensión del voto a todos los ciudadanos,
independientemente de la renta y el sexo, se logró allá por los años treinta
del siglo pasado, pero la Guerra Mundial en Europa supuso un paréntesis en
muchos países hasta que, tras el conflicto, volvió la democracia plena. El caso
español es muy distinto, ya lo saben, y desgraciado. No estuvimos en las
guerras mundiales, porque ya nos matamos con saña en la civil, y luego tuvimos
cuatro décadas de aislamiento, oscurantismo y falta de libertades. Que el
experimento de la transición, que esa débil planta germinase en el rocoso y árido
terreno español era algo por lo que muy pocos apostaban. Pero lo logró. Hoy en
día usted, yo y todos los que nos rodean tenemos una vida que es fruto de ese
acuerdo llamado transición, y que es mucho mejor que cualquier otra de la que
haya podido disfrutar español alguno a lo largo de la historia. La democracia
en la que vivimos nos permite ser libres, expresar nuestras opiniones, disentir
de las de los demás, criticar al sistema y llevar vidas independientes unos de
otros, en las que los gustos y palabras propias se puedan expresar sin miedo a
ser coartadas o reprimidos. La situación ahora está mucho más relajada, pero durante
unas décadas esto no fue posible, por ejemplo, en el País Vasco, donde el
terrorismo emulaba al franquismo y dictaba condenas de muerte por opiniones y
conductas que no consideraba válidas. En el fondo ambos fenómenos representaban
lo mismo, lo peor de nosotros mismos, la intolerancia que en nuestro fondo
anida y que, a veces, por desgracia, logra aflorar.
¿Quiere decir todo esto que
debemos ser complacientes y conformistas? No, porque eso es la receta para que
toda democracia, su planta, se marchite. Día a día la democracia se mantiene
ejerciéndola, opinando, buscando espacios de libertad, siendo vigilantes para
frenar a aquellos que tratan de convertir la opinión en delito, denunciando y
combatiendo lacras como la corrupción y los delitos de odio, trabajando por la
igualdad de derechos y deberes… el jardín democrático requiere cuidados
constantes para que las malas hierbas no crezcan y las flores despunten. Ahora
ese jardín es nuestro, desde hace mucho no está en manos de quienes lo
plantaron y regaron en los años de la transición. Nunca dejemos de cuidarlo y
trabajar para mantenerlo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario