Hay un pensamiento que se repite
de manera insistente cada vez que es escogido un nuevo presidente en EEUU. “A
este se lo cargan” se dice con frecuencia, al menos lo suelo escuchar de voces
a mi alrededor de muy distinta ideología y edad. En la época moderna solo ha
habido un asesinato, el de Kennedy, que traumatizó hasta tal punto a su
generación que se ha convertido en el paradigma del magnicidio. Desde entonces,
creo recordar que salvo el atentado que sufrió Ronald Reagan, no ha habido
intentos serios conocidos de acabar con el inquilino de la Casa blanca. Y
seguro que no ha sido por falta de ganas de muchos intereses, de todo tipo,
color y espectro ideológico.
Uno de los mayores problemas de
fondo a los que se enfrenta EEUU es su división política. Durante años nos han
enseñado, en los medios de comunicación y en los hechos, que el interés general
prevalecía y difuminaba las barreras entre demócratas y republicanos, los consensos
acababan fraguando y el país avanzaba. Desde hace algunos años esto no es así.
La radicalidad se ha extendido por las filas de ambos bandos, hasta niveles que
hace tiempo superaron lo insoportable y empiezan a ser lesivos para los
intereses del país. El proceso comenzó antes, y con mayor intensidad, en las
filas republicanas, quizás por su proximidad a grupos religiosos que tienen por
bandera la fe verdadera, siempre que sea la suya. El GOP, siglas de Great Old
Party, como es conocido el partido republicano allí, entró en una deriva de
libertarios, movimientos como el Tea Party, sectas creacionistas
anticientíficas y corrientes de todo tipo que, en gran parte, le han alejado
del votante mediano. Ha perdido parte de su relevancia en las grandes
poblaciones costeras, pero a cambio se ha fortalecido en el interior, no solo
en el llamado “cinturón de la Biblia” que son estados en los que la presencia
de congregaciones religiosas es más intensa, sino en zonas industriales devaluadas
por la globalización y el avance tecnológico, cosa que supo ver y aprovechar el
desnortado Trump. Por su parte los demócratas, muchos de ellos en tierra de
nadie, también han visto como el discurso moderado perdía adeptos mientras que
posiciones radicales como las defendidas por Bernie Sanders suscitaban un apoyo
creciente entre muchos de sus votantes. Sanders no pasaría de moderado en un
PSOE, pero para gran parte de los estadounidenses es un peligroso colectivista
y un enajenado, un candidato que muy probablemente nunca ganaría unas
presidenciales, y que es visto por muchos como un peligro. Este proceso de giro
al extremo de los partidos clásicos deja huérfanos a muchos votantes que,
desencantados, y a sabiendas de cómo funciona el sistema electoral
norteamericano, optan por no votar, y se alejan del proceso de elección,
permitiendo que opciones radicales puedan llegar al poder. Recordemos que Trump
gano los votos electorales pero perdió en voto popular, pero sólo por tres
millones de papeletas sobres las decenas y decenas de millones de las
registradas. La desmovilización del votante mediano aupó a Trump en estados
decisivos, lo que muestra hasta qué punto la radicalidad es un juego peligroso
que, sobre todo, conviene a los extremistas de todas las formaciones políticas,
y perjudica a todos los demás, la inmensa mayoría del país. Esto es algo a lo
que en España estamos, lamentablemente, demasiado acostumbrados, pero parecía
que EEUU era inmune a esta enfermedad. Parece que esa inmunidad ha terminado,
lo que será lesivo para los intereses de aquel enorme país.
En este clima de polarización, y
a sabiendas de lo fácil que es allí adquirir un arma, se
produjo ayer un atentado en Virginia, en una zona muy cercana a Washington,
en el que un acérrimo seguidor de Sanders, que no dejaba de despotricar contra
Trump en las redes sociales, disparó decenas de balas contra un grupo de
congresistas republicanos que estaban jugando al béisbol, dejando varios
heridos de diversa consideración. En este caso ha sido un extremista demócrata
contra republicanos, podía haber sido al revés, pero da igual. Lo grave es ver
cómo la fractura política, que la nefasta presidencia de Trump amplía día a día,
hace que sucesos tan desgraciados y condenables como estos puedan ser más
factibles. Es hora de que en EEUU se pise el freno a la disputa política, las
aguas se serenen y el interés general vuelva a ser el protagonista de los que,
en principio, son elegidos como líderes del país.
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