La semana empezó con una huelga
de taxistas en Madrid y Barcelona que amenazaba colapsar las ciudades y
termina con el anuncio de Trump de la retirada de EEUU del acuerdo de cambio
climático de París. No fue el anuncio de ayer una gran sorpresa conociendo
al personaje y su corta mira, pero no por ello deja de ser triste. Pero lo más
curioso de todo es que ambos hechos, la huelga y la comparecencia de ayer en
los jardines de la Casa blanca, tienen un punto en común, que es la resistencia
de amplios sectores sociales y económicos al progreso, no en el sentido
político del mismo, sino en el tecnológico. Son luditas de manual.
La huelga de taxis sirvió para que
Uber y Cabify consiguieran aún más ingresos, pero es que la llegada del coche
autónomo dentro de pocos años, échenle cuatro o cinco, significará el ocaso del
conductor humano en todas sus variantes, y con ello el más que probable final
del taxi y de las licencias VTC y todo lo que rodea a ese sector. En su
comparecencia de ayer Trump se dirigió a los votantes de los estados
deprimidos, los que dependieron en su día del carbón y las acerías, y que hoy
languidecen. En el mismo EEUU estoy casi seguro de que en estos días hay ya más
gente trabajando en el sector de las energías renovables que en el de la
minería del carbón, y que ese es un proceso imparable. El fracking ha supuesto
una revolución en la producción de crudo, ha conseguido que los precios encuentren
un techo poco más allá de los 50$, dinamitando a la OPEP, y ha otorgado a EEUU
independencia energética, pero a medida que las baterías de los coches sean más
eficientes el consumo de petróleo para automoción, su principal y más absurdo
mercado, irá decayendo, primero en los países desarrollados y luego en el resto
del mundo. Por ello la lucha contra las emisiones de CO2, además de un
compromiso político por el bienestar del planeta (lo admito, hay un buenismo
absurdo y bastante hipócrita en todas esas expresiones) es una manera de
afrontar la revolución tecnológica que se viene encima, y que va a empezar a
afectar muy de lleno al sector del transporte y la movilidad. Las empresas
norteamericanas saben perfectamente que no pueden quedarse al margen de ese
cambio, y que deben invertir mucho dinero para, en una primera fase, optimizar
al máximo sus motores, antes de que cambien de sistema y se conviertan todos en
híbridos o directamente eléctricos. Y si no lo hacen a tiempo se verán
desbancadas en el mercado por aquellas que sí lo hagan. Por eso el compromiso
de París tiene, sobre todo, a mi entender, una profunda carga económica, como
guía de hacia dónde van a tener que tirar muchas industrias. La decisión de
Trump lesiona, sobre todo, los intereses de los propios EEUU, y ayer no eran
pocos los mensajes de CEOs empresariales estadounidenses que lamentaban ese
anuncio no por su “amor al planeta” sino por el coste que va a suponer de cara
a sus inversiones. Sueña Trump, y los taxistas, en un mundo pasado, quizás el
de los setenta u ochenta, en el que los sectores industriales clásicos aún
reinaban en occidente, pero esa arcadia feliz a la que pretenden volver se fue
para siempre, se transformó por completo. Hoy el empleo de las minas y del
petróleo depende mucho más de la inventiva de una empresa como Tesla que de las
decisiones de cualquier gobierno, y si los consumidores optan por vehículos
eficientes y limpios nada podrá hacer administración alguna al respecto. Por
eso ambos movimientos, y muchos otros que veremos a medida que la tecnología
copa procesos y puestos de trabajo, son como las torsiones, los ruidos que
emite una estructura cuando empieza a ser forzada, cuando se sobrecarga, cuando
se usa para algo para lo que no está diseñada. Y se requiere actualizar antes
de que se rompa.
Otro aspecto, importante, pero
más sibilino, es el daño, inmenso, que cada paso y decisión de Trump hacen de
la imagen de EEUU en el mundo, y las consecuencias políticas y económicas que
eso genera. EEUU ha conseguido crear un imperio que suscita suspicacias,
recelos y rechazos en todo el mundo, pero ese mismo mundo viste, come, consume,
vive y aspira a ser como los
norteamericanos, en un fenómeno que me recuerda al ansia antigua por acceder a
la ciudadanía romana. Ese poder blando de EEUU es, curioso, su principal
fortaleza. Si Trump no hace más que herirle e infringirle daños puede ser el
principal de los enemigos a los que ese gran país se ha enfrentado en muchísimas
décadas. Y eso las empresas americanas lo saben perfectamente y, cada vez, lo
temen más. La Casa Blanca cada vez se parece más a Isengard en manos de un Saruman
desquiciado.
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