viernes, junio 02, 2017

Trump y los taxistas, contra el avance tecnológico

La semana empezó con una huelga de taxistas en Madrid y Barcelona que amenazaba colapsar las ciudades y termina con el anuncio de Trump de la retirada de EEUU del acuerdo de cambio climático de París. No fue el anuncio de ayer una gran sorpresa conociendo al personaje y su corta mira, pero no por ello deja de ser triste. Pero lo más curioso de todo es que ambos hechos, la huelga y la comparecencia de ayer en los jardines de la Casa blanca, tienen un punto en común, que es la resistencia de amplios sectores sociales y económicos al progreso, no en el sentido político del mismo, sino en el tecnológico. Son luditas de manual.

La huelga de taxis sirvió para que Uber y Cabify consiguieran aún más ingresos, pero es que la llegada del coche autónomo dentro de pocos años, échenle cuatro o cinco, significará el ocaso del conductor humano en todas sus variantes, y con ello el más que probable final del taxi y de las licencias VTC y todo lo que rodea a ese sector. En su comparecencia de ayer Trump se dirigió a los votantes de los estados deprimidos, los que dependieron en su día del carbón y las acerías, y que hoy languidecen. En el mismo EEUU estoy casi seguro de que en estos días hay ya más gente trabajando en el sector de las energías renovables que en el de la minería del carbón, y que ese es un proceso imparable. El fracking ha supuesto una revolución en la producción de crudo, ha conseguido que los precios encuentren un techo poco más allá de los 50$, dinamitando a la OPEP, y ha otorgado a EEUU independencia energética, pero a medida que las baterías de los coches sean más eficientes el consumo de petróleo para automoción, su principal y más absurdo mercado, irá decayendo, primero en los países desarrollados y luego en el resto del mundo. Por ello la lucha contra las emisiones de CO2, además de un compromiso político por el bienestar del planeta (lo admito, hay un buenismo absurdo y bastante hipócrita en todas esas expresiones) es una manera de afrontar la revolución tecnológica que se viene encima, y que va a empezar a afectar muy de lleno al sector del transporte y la movilidad. Las empresas norteamericanas saben perfectamente que no pueden quedarse al margen de ese cambio, y que deben invertir mucho dinero para, en una primera fase, optimizar al máximo sus motores, antes de que cambien de sistema y se conviertan todos en híbridos o directamente eléctricos. Y si no lo hacen a tiempo se verán desbancadas en el mercado por aquellas que sí lo hagan. Por eso el compromiso de París tiene, sobre todo, a mi entender, una profunda carga económica, como guía de hacia dónde van a tener que tirar muchas industrias. La decisión de Trump lesiona, sobre todo, los intereses de los propios EEUU, y ayer no eran pocos los mensajes de CEOs empresariales estadounidenses que lamentaban ese anuncio no por su “amor al planeta” sino por el coste que va a suponer de cara a sus inversiones. Sueña Trump, y los taxistas, en un mundo pasado, quizás el de los setenta u ochenta, en el que los sectores industriales clásicos aún reinaban en occidente, pero esa arcadia feliz a la que pretenden volver se fue para siempre, se transformó por completo. Hoy el empleo de las minas y del petróleo depende mucho más de la inventiva de una empresa como Tesla que de las decisiones de cualquier gobierno, y si los consumidores optan por vehículos eficientes y limpios nada podrá hacer administración alguna al respecto. Por eso ambos movimientos, y muchos otros que veremos a medida que la tecnología copa procesos y puestos de trabajo, son como las torsiones, los ruidos que emite una estructura cuando empieza a ser forzada, cuando se sobrecarga, cuando se usa para algo para lo que no está diseñada. Y se requiere actualizar antes de que se rompa.

Otro aspecto, importante, pero más sibilino, es el daño, inmenso, que cada paso y decisión de Trump hacen de la imagen de EEUU en el mundo, y las consecuencias políticas y económicas que eso genera. EEUU ha conseguido crear un imperio que suscita suspicacias, recelos y rechazos en todo el mundo, pero ese mismo mundo viste, come, consume, vive  y aspira a ser como los norteamericanos, en un fenómeno que me recuerda al ansia antigua por acceder a la ciudadanía romana. Ese poder blando de EEUU es, curioso, su principal fortaleza. Si Trump no hace más que herirle e infringirle daños puede ser el principal de los enemigos a los que ese gran país se ha enfrentado en muchísimas décadas. Y eso las empresas americanas lo saben perfectamente y, cada vez, lo temen más. La Casa Blanca cada vez se parece más a Isengard en manos de un Saruman desquiciado.

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