A eso de las cuatro y cuarto de
esta mañana diluviaba en Madrid, con rayos y truenos, y toda la aparatosidad
asociada a una tormenta de las buenas. Las aceras de mi barrio eran el fondo de
improvisados cauces sobre los que el agua corría desatada, arrastrando todo lo que
encontraba a su paso. Fogonazos en el cielo anunciaban estampidas y otorgaban a
la noche un aire caótico, y las gotas, gordas, caían con estrépito sobre la
balsa de agua que se había formado en el suelo. Era bonito verlo desde la
ventana, a sabiendas de que no iba a entrar en casa, una vez que todas las
ventanas están cerradas como es debido. Fuera, el caos.
Sirva este hecho real de hoy como
metáfora de lo que ahora mismo sucede en Washington, en la presidencia de un
Trump que no deja de sorprender, aunque quizás ese calificativo ya no sea el
más adecuado. No, Trump ya no sorprende. Irrita, indigna, genera estupor,
pueden ser conceptos más adecuados para describir las sensaciones que produce
su estancia en un despacho, el oval, y una casa, la Blanca, que cada día se ven
mancilladas por su actitud. El último episodio, y uno de los más graves, tiene
que ver con la reunión que mantuvo en ese despacho con el ministro de asuntos
exteriores rusos, Sergei Lavrov, de la que se mandaron algunas fotos a la
prensa. Se les ve sonrientes y cómplices. Y si uno sabe los rumores que existen
al respecto de la conexión rusa, esa complicidad se torna en connivencia. Al
día siguiente de ese encuentro, el Washington Post lanza la exclusiva de que
Trump ha compartido secretos sobre seguridad y terrorismo con el canciller
ruso, sin haber consultado previamente a sus asesores de seguridad ni a otros
organismos de inteligencia. La noticia es un bombazo, y pone en bandeja de los
enemigos de Trump la acusación de traición. Durante unas horas todo son
desmentidos oficiales, por parte del general McMaster, asesor de seguridad de
Trump, otros miembros de su gabinete, e incluso fuentes rusas. Pero al poco de
ponerse a tuitear como cada día, Trump confirma que ha compartido esos
secretos, porque entra dentro de sus competencias, y le ha parecido lo más
correcto. La noticia era cierta. Esto, unido al cese del anterior responsable
del FBI, del que ya hablamos aquí hace algunos días, ha generado una tormenta
enorme en la capital federal, y cada vez son más los miembros de las cámaras,
demócratas y republicanos, que consideran que la actitud de Trump es
oscurantista en todo lo que tiene que ver con la conexión rusa, y que esa
sombra no hace sino crecer y agrandarse a cada día que pasa. Y la mera asunción
de que Rusia hubiera podido influir en las elecciones norteamericanas es de una
gravedad tal que marea a los que se ponen a pensar seriamente en ella. En
un movimiento pensado para aplacar la presión creciente, Trump ha nombrado un
fiscal especial para que investigue todo este asunto, en su totalidad, y de
manera independiente. No quiero aquí recordar, dada la experiencia que vivimos
ahora mismo en España, sin ir más lejos, sobre lo independientes o no que pueden
ser los fiscales, pero la nula actitud de limpieza que Trump ha mostrado sobre
este asunto (y la verdad es que sobre cualquier otro) hacen sospechar que ese
fiscal, si realiza su trabajo de manera competente, será presionado, cesado,
relevado y sancionado por la ira tuitera de un personaje que no es sino el
reflejo de las adustas formas que emplea. Y en ese sentido, reconozcámoslo,
Trump no engaña a nadie.
Lo cierto es que la política
norteamericana vive una situación de parálisis, o al menos desconcierto, que era
completamente inimaginable. Trump parece ser muy rápido y hábil a la hora de
concertar acuerdos que expandan sus negocios y los de sus hijos, en una muestra
de nepotismo presidencial digna del peor cesarismo romano, pero todo lo demás
ofrece una imagen de descontrol, de improvisación, de desgobierno. Las
peticiones de “impeachment” crecen día a día, y en breve veremos cómo se nos
vuelve a explicar el funcionamiento de esta figura constitucional norteamericana
con el affaire Clinton Lewinsky. Cada vez se habla más del momento Nixon, el
del abandono ante el acoso judicial y las evidencias de delito, pero está por
ver que Trump tenga la gallardía que, en su último día en el cargo, exhibió el
malhadado Richard.
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