Hoy, 9 de mayo, se cumplen al
menos dos conmemoraciones muy distintas pero que tienen una cierta relación. Hace
cuatrocientos cincuenta años, en la ciudad italiana de Cremona, nacía Claudio
Monteverdi, uno de los músicos más importantes de la historia. Famoso por sus
composiciones religiosas, lo es aún más por sus colecciones de madrigales
profanos y por ser el creador de un género, la ópera, de la que su Orfeo puede
considerarse el primero de los ejemplares. Ejemplo de personaje renacentista
donde los haya, Monteverdi crea arte y belleza en una Europa que despierta del
letargo medieval y empieza a creer nuevamente en sí misma.
Hoy también se
celebra el aniversario de la llamada Declaración de Schuman, del año 1950,
en la que se expone la idea de la creación de una Unión Europea a través de la
realización de acciones concretas, modestas quizás, pero encaminadas todas ellas
hacia la forja de la Unión. Ese sueño, el de la unidad del continente, tiene su
base principal en la pesadilla de la guerra, en tratar de que lo sucedido
durante la primera mitad del siglo XX, con las dos horribles guerras mundiales,
que pueden ser vistas como una larga y ocnstante guerra civil europea, no
vuelva a repetirse nunca. Schuman, Monnet, Adenauer y otros personajes de la época
sobrevivieron al horror de la guerra y se conjuraron para que no volviera a
darse nunca. ¿Y cómo lograrlo? Los intentos pacificadores en Europa a lo largo
de los siglos se habían basado en un modelo imperial en el que un país
dominante “pacificaba” al resto invadiéndolo, lo que siempre acababa muy mal.
Francia y Alemania se habían relevado el último siglo y medio en el papel de
imperio poderoso que mantiene al resto subyugados, después de que España jugara
ese mismo papel en siglos pretéritos. Los firmantes del 9 de mayo escogen otra
vía, la de la cooperación. Tratan de eliminar las barreras comerciales y políticas
entre las naciones europeas para aumentar los lazos que las unan, y las aten
juntas. Saben que, tras las murallas del castillo que los separa, los alemanes,
franceses, belgas, españoles, ingleses, italianos, son todos iguales.
Ciudadanos que aspiran a ser libres, prósperos y tratan de ganarse la vida y
buscar lo mejor para sí mismos y sus seres queridos. El hacer esas fronteras
cada vez más altas y gruesas fue la razón, durante siglos, de que la percepción
de cada una de las naciones, vista desde las otras, fuera distinta y,
habitualmente, peor. Derribemos esos muros, comerciemos, conozcámonos, veamos
que compartimos similares sueños y deseos, y poco a poco, unámonos. Ese era el
mensaje de los firmantes de 1950, su sueño para evitar ver otra vez el
continente sumido en la tragedia. Hoy, sesenta y siete años después, su
aspiración es una realidad, llamada UE, que sufre achaques serios, quizás por
su edad, probablemente por su funcionamiento, pero que mantiene viva la llama
de la esperanza que se alumbró hace ya varias décadas. Es el experimento de
cooperación más duradero, en el tiempo e intensidad, de los desarrollados en el
continente en toda su historia, y no ha necesitado tanques invasores ni
legiones pretorianas que ocupen territorios y quemen cosechas. No. ¿Es la UE
algo perfecto? Ni mucho menos. Trabajar día a día por su mejora, por su
solidez, por evitar errores y hacerla más intensa y útil a los ciudadanos es la
obligación que debe regir todas las tareas de los que trabajamos por y para
ella, y del conjunto de los ciudadanos de la UE, porque la UE también es
nuestra. La victoria del domingo de Macron, su entrada en la explanada del
Louvre al son del himno de la alegría de Beethoven, himno oficial de la UE, fue
como un bálsamo tras tantas malas noticias surgidas estos últimos años. Esa música
gloriosa nos obliga a trabajar con empeño en la construcción y mejora de la UE,
para ponernos a su excelsa altura.
Coincide
también estos días en la cartelera una película sobre los últimos años de vida del
escritor Stephan Zweig, filme modesto pero muy interesante, que les
recomiendo. Zweig fue un europeísta convencido, profundo, que conoció una
especie de mundo sin fronteras durante unos años de su vida, que gozó de un
enorme y merecido éxito por su producción literaria, y que huyó del continente
a medida que la pesadilla nazi iba anegando corazones, ciudades y vidas. Su
final, en Petrópolis, exiliado, muerto en la cama junto a su amante, suicidados
ambos ante la desesperación de ver a su Europa del alma destruida bajo el yugo
de la esvástica, es un recuerdo de lo que pudo ser, de lo que se perdió. Hoy, y
todos los días, trabajemos por construir la Europa que nos de cobijo, trabajo,
libertad, democracia y justicia. En nuestras manos está.
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