martes, mayo 09, 2017

Monteverdi, Zweig, y el día de Europa

Hoy, 9 de mayo, se cumplen al menos dos conmemoraciones muy distintas pero que tienen una cierta relación. Hace cuatrocientos cincuenta años, en la ciudad italiana de Cremona, nacía Claudio Monteverdi, uno de los músicos más importantes de la historia. Famoso por sus composiciones religiosas, lo es aún más por sus colecciones de madrigales profanos y por ser el creador de un género, la ópera, de la que su Orfeo puede considerarse el primero de los ejemplares. Ejemplo de personaje renacentista donde los haya, Monteverdi crea arte y belleza en una Europa que despierta del letargo medieval y empieza a creer nuevamente en sí misma.

Hoy también se celebra el aniversario de la llamada Declaración de Schuman, del año 1950, en la que se expone la idea de la creación de una Unión Europea a través de la realización de acciones concretas, modestas quizás, pero encaminadas todas ellas hacia la forja de la Unión. Ese sueño, el de la unidad del continente, tiene su base principal en la pesadilla de la guerra, en tratar de que lo sucedido durante la primera mitad del siglo XX, con las dos horribles guerras mundiales, que pueden ser vistas como una larga y ocnstante guerra civil europea, no vuelva a repetirse nunca. Schuman, Monnet, Adenauer y otros personajes de la época sobrevivieron al horror de la guerra y se conjuraron para que no volviera a darse nunca. ¿Y cómo lograrlo? Los intentos pacificadores en Europa a lo largo de los siglos se habían basado en un modelo imperial en el que un país dominante “pacificaba” al resto invadiéndolo, lo que siempre acababa muy mal. Francia y Alemania se habían relevado el último siglo y medio en el papel de imperio poderoso que mantiene al resto subyugados, después de que España jugara ese mismo papel en siglos pretéritos. Los firmantes del 9 de mayo escogen otra vía, la de la cooperación. Tratan de eliminar las barreras comerciales y políticas entre las naciones europeas para aumentar los lazos que las unan, y las aten juntas. Saben que, tras las murallas del castillo que los separa, los alemanes, franceses, belgas, españoles, ingleses, italianos, son todos iguales. Ciudadanos que aspiran a ser libres, prósperos y tratan de ganarse la vida y buscar lo mejor para sí mismos y sus seres queridos. El hacer esas fronteras cada vez más altas y gruesas fue la razón, durante siglos, de que la percepción de cada una de las naciones, vista desde las otras, fuera distinta y, habitualmente, peor. Derribemos esos muros, comerciemos, conozcámonos, veamos que compartimos similares sueños y deseos, y poco a poco, unámonos. Ese era el mensaje de los firmantes de 1950, su sueño para evitar ver otra vez el continente sumido en la tragedia. Hoy, sesenta y siete años después, su aspiración es una realidad, llamada UE, que sufre achaques serios, quizás por su edad, probablemente por su funcionamiento, pero que mantiene viva la llama de la esperanza que se alumbró hace ya varias décadas. Es el experimento de cooperación más duradero, en el tiempo e intensidad, de los desarrollados en el continente en toda su historia, y no ha necesitado tanques invasores ni legiones pretorianas que ocupen territorios y quemen cosechas. No. ¿Es la UE algo perfecto? Ni mucho menos. Trabajar día a día por su mejora, por su solidez, por evitar errores y hacerla más intensa y útil a los ciudadanos es la obligación que debe regir todas las tareas de los que trabajamos por y para ella, y del conjunto de los ciudadanos de la UE, porque la UE también es nuestra. La victoria del domingo de Macron, su entrada en la explanada del Louvre al son del himno de la alegría de Beethoven, himno oficial de la UE, fue como un bálsamo tras tantas malas noticias surgidas estos últimos años. Esa música gloriosa nos obliga a trabajar con empeño en la construcción y mejora de la UE, para ponernos a su excelsa altura.


Coincide también estos días en la cartelera una película sobre los últimos años de vida del escritor Stephan Zweig, filme modesto pero muy interesante, que les recomiendo. Zweig fue un europeísta convencido, profundo, que conoció una especie de mundo sin fronteras durante unos años de su vida, que gozó de un enorme y merecido éxito por su producción literaria, y que huyó del continente a medida que la pesadilla nazi iba anegando corazones, ciudades y vidas. Su final, en Petrópolis, exiliado, muerto en la cama junto a su amante, suicidados ambos ante la desesperación de ver a su Europa del alma destruida bajo el yugo de la esvástica, es un recuerdo de lo que pudo ser, de lo que se perdió. Hoy, y todos los días, trabajemos por construir la Europa que nos de cobijo, trabajo, libertad, democracia y justicia. En nuestras manos está.

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