Todos los ataques terroristas
tienen un punto indiscriminado. Nos equivocamos al pensar que son selectivos
cuando, como en la época de ETA, eran fuerzas y cuerpos de seguridad del estado
las principales víctimas de los mismos. Ellos eran nuestra seguridad, y suponían
la primera barrera que tenía que franquear el terrorismo clásico. Luego llegaría
la “socialización del terror” en un documento, táctica y expresión que los
malnacidos del DAESH hubieran podido copiar letra por letra. Las bombas en la calle,
en los transportes, en actos públicos, en centros comerciales, son escaladas en
un proceso de amedrentamiento de la sociedad, que busca doblegarla por el
miedo, por la sensación de descontrol.
En el atentado de Manchester esa
sensación de indiscriminación es inmensa, y
se ve reforzada porque el público que se concentraba en el recinto era,
mayoritariamente, gente joven, críos y familiares que les acompañaban. Era
un objetivo tan fácil a la hora de hacer daño como intenso en la profundidad
que ese daño puede lograr. A medida que se va conociendo el balance de víctimas
descubrimos rostros e historias de chicos que bordean la decena, alguno no llega,
o que están en plena adolescencia. Son vidas segadas en sus primeros brotes,
algo tan cruel como el episodio del ascensor que comentábamos la semana pasada,
impactante por el hecho en sí, pero también por la corta edad de las víctimas.
Manchester pone de relieve que todos somos el objetivo del terrorismo, y seguramente
provocó ayer reacciones encontradas en muchas familias, que a determinada hora
o comieron o cenaron juntas, o sacaron un tiempo para hablar, y el tema del
atentado estaría pululando en el ambiente. Ayer muchos padres y madres sentirían
el atentado como propio al ver los rostros de las víctimas, y pensar que, por
qué no, podían ser los de sus hijos. Quizás muchos de ellos estuvieron haciendo
cola hace unas semanas en un concierto para ellos, o lo tienen pensado hacer próximamente
en el verano, de actuaciones y festivales al aire libre. Y muchos chavales, a
los que el terrorismo yihadista les puede sonar a algo ajeno, ayer se
encontraron que las redes sociales en las que viven con tanta intensidad se
llenaban de mensajes e congoja y pena, distribuidos entre otros por Ariana
Grande, la cantante que actuó en la maldita noche de los hechos. ¿Cómo han
reaccionado esos chicos ante lo sucedido? ¿Cómo lo han visto? ¿Qué es lo que
han entendido? Si para nosotros los adultos hechos como estos nos llenan de
duda, tristeza y falta de respuestas, la situación para ellos será igual o,
quizás, incluso peor. Seguro que algunos padres habrán tratado de tranquilizar
a sus hijos ante lo sucedido, restándole importancia, mintiéndoles a ellos y a
sí mismos tratando de controlar los daños y apaciguar el miedo creciente en su
interior. Es algo normal y comprensible. Otros les habrán contado algo
relacionado con el fanatismo islamista, con algo que sucedió en Madrid en 2004,
fecha en la que muchos de esos críos aún no habían nacido o eran bebes. En cada
casa se habrá vivido una escena distinta, pero con la misma preocupación, y
sensación de no entender, de no encontrar una respuesta al angustioso “por qué”
que surge cada vez que un hecho atroz de estas características nos llena la
actualidad y nos golpea con su furia. Quizás en muchos hogares se haya optado
por el silencio, consensuado o no, buscando no sacar el tema para no generar
angustia o aprovechar que los smartphones nos impiden hablar con los demás
para, en un día tan amargo, que sea la ausencia de palabras la que permita
cubrir, con una capa de silencio, lo sucedido.
Ayer por la noche había un
concierto en el Palacio de los Deportes de Madrid, de Ricky Martin. Todo
vendido, y miles de personas, unas 15.000, entrando poco a poco tras superar
numerosos y, sospecho, reforzados controles de seguridad. Los testimonios de
muchos de los que aguardaban para entrar en el recinto, jóvenes, padres, chicos
y demás, coincidían en valorar como muy grave lo sucedido, pero en la necesidad
de seguir viviendo, de no renunciar a aquello que los terroristas desean
prohibir. Fácil de decir, difícil de hacer en un día como el de ayer pero
necesario, como nunca, una jornada después del atentado. Hablemos de lo
sucedido y compartamos, con nuestros amigos y familia, el dolor y la pena, para
ayudarnos mutuamente en la desazón. No vencieron los terroristas del pasado, luchemos
para que no lo hagan los de ahora.
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