Este
año está siendo horrible en lo que hace al fallecimiento de gente a la que
admirar. Es normal que el tiempo y la parca hagan su trabajo, pero a veces
parece que la señora de la guadaña se ceba y quiere recuperar un tiempo perdido
para que Proust se sienta más acompañado. Forges e Íñigo han sido grandes pérdidas
para el panorama nacional, y en el campo de la novela Phillip Kerr o, la semana
pasada Tom Wolfe, nos han dejado para siempre. Y hoy, por la mañana, cada vez
me da más miedo levantarme, me
entero que ha muerto Philip Roth, a los 85 años, tras haber cumplido su
promesa de hace unos años de dejar la escritura. Y me duele, me duele mucho.
Roth
es, no quiero decir era, uno de los mejores y mayores escritores de la modernidad.
Maestro de autores, prolífico, lleno de ingenio y mala uva, sus novelas abarcan
casi todos los tipos de temas que un americano medio considera normales, y todo
lo que un judío puede ver en su vida. Afincado en Newark, lo suficientemente
cerca de Manhattan para sentirse neoyorquino pero a la distancia prudencial
para saber que su país no es como la isla mágica de rascacielos, Roth es el
inventor genuino de la autoficción, de tomar episodios de la vida propia y
recrearlos como novelas o, directamente, dramatizarlos para convertirlos en
literatura. Encarnado en su personaje fetiche, Natham Zuckerman, Roth cuenta su
vida y evolución, y con ella la del país que le rodea. La liberación sexual, el
macarthysmo, la progresiva pérdida de importancia de la religión en la vida
social, la liberación de la mujer, la pérdida de raíces de la comunidad judía
en la que se inserta y su progresivo proceso de adultez y decrepitud. Y el
sexo. Para Roth el sexo es fundamental. Maestro del onanismo, sus novelas
siempre poseen escenas de tono subido, nada de almibaradas y vacías poses
eróticas, en las que los personajes obtienen algo de placer y mucho dolor por
lo que renuncian o aspiran. Esa carga sexual ha sido siempre muy criticada y le
ha hecho ser objeto de burla y escarnio por parte de muchos puritanos,
empezando por los más ortodoxos de los judíos, que veían escandalizados como
prepucios y Sabbaths eran manchados de un impúdico semen cada vez que las manos
de Roth se ponían sobre ellos, a veces en el sentido más literal de la
expresión. Las relaciones de pareja y familiares también son una constante en
su obra, signo de una vida torturada en la que su matrimonio con Claire Bloom,
fracasado y convertido en fuente de escándalos y acusaciones, se ve reflejado
en tantas y tantas escenas de parejas que el describe con agudeza, en la que
las discusiones pocas veces acaban en las manos, porque es tal la carga de
profundidad de los resentimientos que se lanzan unos a otros en forma de frases
memorables que no hay arma física que los pueda superar. Sus traumas políticos,
su visión de América como una sociedad de destino, de refugio frente a la crueldad
del mundo exterior, de una Europa que masacró a muchos de los suyos, y el
peligro de que ese paraíso se corrompa y pierda también está presente en toda
su obra. Los derechos civiles y la democracia, su necesidad de luchar día a día
para conservarlos frente a los que los amenazan, y la fragilidad, alarmante, en
la que se sustenta nuestra liberta, no dejan de obsesionarle y le obligan a
defenderla en todo momento. La segunda mitad del siglo XX norteamericano es
contado por Roth como ningún ensayo o documental histórico es capaz de hacer.
Leer sus novelas es adentrarse en la vida del estadounidense medio, con sus
grandezas y miserias.
Y
la literatura, por encima de todo… Roth escribe de una manera magistral. Sencilla
en apariencia, profunda y trabajada hasta el extremo, pero que no ofrece
resistencia al lector, que se ve atrapado en la naturalidad de sus párrafos,
descripciones y diálogos, poseedores de una fuerza sobrehumana. Decenas son sus
títulos y estos días serán reseñados por muchos. Si escogen al azar entre todos
ellos no se equivocarán. Eterno candidato al Nobel, la academia sueca ha
perdido la oportunidad de enmendar sus actuales faltas al dejar que se vaya sin
habérselo otorgado. Algunos en Suecia lo lamentarán en su perdido orgullo, pero
hoy seremos muchos en todo el mundo los que sentimos que, en nuestras estanterías,
se ha abierto un agujero irreparable. Ahora sí, Roth ya no escribirá nada, nunca
más.
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