Se
empieza a ver el final del mes y desde el principio tenía pensado escribir a lo
largo de estos treinta y un días un artículo sobre el mayo del 68 francés, cuyo
cincuenta aniversario se conmemora en estos mismos días. Ha querido la
casualidad que haya estallado la
polémica del chalet de Pablo e Irene, y quizás sea esa la guinda al pastel
celebrativo, dado que la mitificada revuelta parisina fue una sublevación
de estudiantes hijos de las clases pudientes parisinas que buscaban una
revolución para salir de su aburrimiento y necesitaban emociones que les
acercaran a los pueblos oprimidos a los que admiraban peo, desde luego, en nada
querían parecerse.
No
estuve en Mayo del 68, quedaban aún años para que naciera, pero lo aclaro
porque todo el mundo dice en estas fechas que estuvo por allí, aunque fuese
mentira. Se ha convertido en una seña ineludible del currículum del
progresista. De aquellas jornadas de revuelta estudiantil no queda casi nada,
salvo el aire de aventura que vivieron algunos en las calles del barrio latino,
convertidas hoy en día en bello cauce para el río de turistas que las desborda
y el recuerdo de unas jornadas en las que algo de violencia y mucho
intelectualismo acabaron difuminados en sus propias contradicciones. El libro
rojo de Mao, la cháchara vacía de uno de los mayores genocidas de la historia,
era el texto de referencia de muchos adolescentes occidentales, que vivían cada
uno de ellos mejor que cualquier residente en la China del idolatrado Mao,
quizás incluso que el propio Mao. Mientras millones de orientales morían entre
hambrunas y desplazamientos vestidos de revolución cultural, los parisinos
salían a la calle enardecidos por la igualdad y la ruptura de las clases
sociales. Sartre, el gran pensador del momento, estaba en la cima de su gloria,
desde la que no hizo sino caer a toda velocidad, un proceso de derrumbe que aún
hoy continúa y deja su obra y personalidad sometida a un ostracismo ya nada
disimulado, mientras que el trabajo de su entonces secundaria compañera Simone
de Beauvoir adquiere cada día más relevancia, no sólo por su lúcido y combativo
feminismo, y los textos de Albert Camus, el gran enemigo de Sartre, se han
convertido en la mejor cosecha literaria de aquellos años. Más allá del mito,
pocas consecuencias prácticas tuvo el levantamiento parisino, salvo quizás,
gracias a Simone, la presencia de la mujer, o mejor dicho, el inicio de la
reivindicación de su presencia. Los obreros siguieron en sus fábricas, el
gobierno gaullista ganó las elecciones que tuvo que convocar un De Gaulle que no
entendía nada de lo que pasaba y que vivía el ocaso de su larga y dura vida y
las calles parisinas se reasfaltaron, ya sin adoquines, tras el fin de los
tumultos. Tras ese inicio de verano, llegó la eclosión de los hippies y la
cultura del amor y las flores, pero eso ya no sucedió en la vieja Europa, sino
en la soleada y distante California, que si ya para entonces tenía algo de
mito, desde ese momento se convirtió en el absoluto centro de la modernidad, el
deseo de futuro y la encarnación de todo lo soñado, joven y desatado. Los
intelectuales franceses volvieron a sus aulas y sus discursos se hicieron cada
vez más obtusos, oscuros y retorcidos, envolviendo en palabrería unas
ideologías que estaban condenadas al fracaso. Sólo en países como España, donde
la dictadura todavía gozaba de buena salud, eran idolatrados, principalmente
por aquellos que no habían sufrido la experiencia de tener que leerlos. La
llegada de la democracia a nuestras tierras, tarde, nos pilló con los hippies
algo mayores, muchos de ellos inmersos ya en procesos de desintoxicación y con
el flower power convertido en exitosa marca comercial, que para eso los
americanos son unos genios, generando grandes beneficios. Y del mayo del 68, a
mediados finales de los setenta en España, ya se acordaba poca gente, aunque ya
quedaba bien decir que allí se había estado, fuera verdad o no,
Lo
más relevante de 1968 no pasó en Paría, sino en Praga y en Méjico. Allí, bajo
dictaduras reales, los jóvenes, no sólos, salieron a demandar libertad, de la
que carecían, queriendo ser como los parisinos, que vivían en un paraíso sin
saberlo. En esos dos países el grito de libertad, sincero y desesperado, fue
ahogado por tanques y disparos, y el comunismo soviético y los militares
mejicanos mataron la esperanza, y con ella a muchos ciudadanos. Y los intelectuales
como Sartre nada dijeron, desde sus impolutas torres de marfil. Con el tiempo,
muchos se encontraron con que bajo los adoquines que rodeaban la Sorbona no se
encontraba la arena de la playa, sino el chalet con piscina. En España, como
siempre algo tarde, algunos acaban de descubrirlo.
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