miércoles, mayo 16, 2018

Una mirada de los carteles de San Isidro


No será porque no hay temas en la actualidad, casi todos ellos bastante desagradables, pero me van a permitir que hoy me centre en un tema muy local y en unas impresiones personales. Ayer fue San Isidro, patrono de Madrid y de otras muchas localidades por la reverencia que le otorgan los agricultores. Con motivo de las fiestas locales, el ayuntamiento ha colgado de farolas y postes carteles, anunciadores de los festejos, algo que se hace siempre en todas partes para señalar ferias, congresos o actos culturales. Los de este año han tenido un éxito muy relevante. Y he de decir que a mi también me gustan mucho pero, sobre todo, uno de ellos, me conmueve.

Son cuatro imágenes, que pueden consultar y descargarse en esta web, creadas por la artista Mercedes deBellard, de la que no tenía referencia alguna. Protagonizados por mujeres, tres de ellos muestran a un solo personaje. Una anciana, una chica joven y una mujer oriunda de Manila, con su mantón. Ambas ríen con intensidad y transmiten mucha alegría. El cuarto de los carteles es el único que muestra dos personas, una niña pequeña que ríe y una madre que la porta en brazos, que mira girada al frente, y pone sus ojos en el espectador. Esa madre no ríe. Es el único de los personajes que no muestra alegría. Si uno se fija en sus ojos se encuentra irremediablemente atrapado, y no logra separarse de ellos. ¿Qué transmiten? Pesadumbre, preocupación, cansancio… y también misterio, intensidad y expectativas. Esa mirada interpela al paseante que la ve en su recorrido por la ciudad y le obliga a pararse. Los otros tres carteles y la niña de este cuarto transmiten un claro mensaje de alegría, contagiosa, y ofrecen escasos motivos para la reflexión. Pero la mirada de este cuarto personaje, de esa madre, no tiene nada que ver con lo anterior. El fin de semana pasado me quedé un buen rato en una esquina, sentado en un banco, mirando a este cartel, a esos ojos, que se asomaban desde el lateral de una marquesina de autobús, apenas una estructura de cuatro travesaños metálicos y cristal, que cobraba vida en la mirada de esa mujer. En medio del bullicio de la calle, con un viento no muy agradable y la sensación de que la primavera florida y hermosa que nos rodea y que se desborda en el mantón que porta la protagonista del cartel no acaba de llegar a los termómetros, la mirada de esa chica no dejaba de interrogarme, de plantearme dilemas, de auscultarme, de obligarme a seguir allí parado respondiendo preguntas ¿Qué se oculta tras ese gesto, esa pose, esa media vuelta? Muchas veces, en exposiciones en los museos, los cuadros famosos nos gustan, pero son otros los que nos llaman la atención, los que nos obligan a pararnos y nos “dicen” algo, reteniendo nuestra mirada sobre ellos y obligándonos a responder a algunas de las preguntas que la imagen nos genera. Ese es el triunfo absoluto del artista, del pintor en este caso, lograr atraer al observador a su mundo y retenerlo, robarle la mirada para hacerla suya y que el espectador no sea capaz de fijarse en otra cosa. Y para lograr algo así es necesaria la técnica, sí, pero ni mucho menos basta. Uno puede dibujar bien, mejor o peor, pero lograr captar el momento deseado y atrapar el espectador es algo que no tiene una clara explicación sobre el cómo, ni el por qué. deBellard muestra en estos carteles saber dibujar muy bien, y usar los colores de una manera luminosa y llamativa, pero nada cargante. Brillan con suavidad, llenan pero no empalagan, y crea una atmósfera relajante, de pasteles horneados y praderas apacibles.

Pero en esa mirada deBellard esconde mucho más que un mero cartel. Trasciende la fiesta que quiere pregonar, efímera por definición, y lleva el mensaje a un punto de trascendencia. Si alguien me hubiera preguntado, cuando sentado contemplaba el cartel, qué estaba haciendo, quizás le hubiera dicho que “nada”, para que no me perturbara, pero debiera contestarle que “contemplar algo bello” es lo que me tenía abstraído, señalando el lateral de la marquesina de autobús desde que ella, impertérrita, no dejaba de mirarme y atraparme con unos ojos oscuros, y un rostro lleno de belleza que sigo sin saber qué es lo que esconde. Porque desde luego hay mucho más de lo que esa mirada muestra. Hay un infinito al otro lado de esos ojos.

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