Es
infame dejar morir a los náufragos. En todos los mares y épocas los barcos han
rescatado a aquellos que yacen en el agua o sobre embarcaciones improvisadas y
no tienen manera de fijar un rumbo ni alcanzar destino. La
decisión del gobierno español de acoger a los cerca de 600 migrantes que yacen
en el Aquarius es humanitaria, lógica, y salvará probablemente las vidas de
todos ellos, pero que nadie piense que este gesto, que es lo que es, un gesto,
sirva para frenar el creciente e imparable proceso migratorio que desde áfrica
se dirige a Europa. Como gotas de agua en el Mediterráneo, el Aquarius apenas
es una muestra del drama que se vive en la orilla sur y del que apenas sabemos
nada.
Tres
son las causas principales que determinan la presión migratoria, y las tres
tienen difícil solución, si entendemos como solución las vías que impidan que
los habitantes de África quieran venir a nuestras naciones. La demografía, la
economía y la violencia. Las tasas de natalidad en África son elevadísimas,
bastante mayores que ese mítico 2,1 que garantiza el mantenimiento de la población,
y desorbitadas si las comparamos con las tasas europeas, que por poco superan
en 1 en países como Italia o España. Son los países africanos naciones de
explosivo crecimiento demográfico, algunas camino de los cientos de millones de
habitantes, y con ratio de juventud en sus poblaciones enorme. Y el futuro que
afronta esa juventud es sombrío. Poca gente querría dejar su país y los suyos
si las oportunidades económicas les permitirían crecer y desarrollarse. Las
economías africanas crecen, sí, pero ni mucho menos lo que sería necesario para
abastecer las ilusiones y demandas de esas enormes poblaciones jóvenes, que ven
la emigración como única salida. Observábamos con naturalidad como, en los años
más duros de nuestra crisis, jóvenes españoles salieran de aquí en busca de
futuro hacia otras naciones europeas, y vemos con recelo que habitantes de
países con PIBs per cápita que pueden ser ocho o diez veces inferiores a los
nuestros quieran viajar a nuestras naciones. Es un movimiento lleno de lógica,
y que muy probablemente usted y yo haríamos en su caso. Y el tercer factor es
la violencia, la guerra y el terrorismo, que se abate con intensidad en varias
de esas naciones. Mali, Congo, Libia, Nigeria… países en los que algunas de sus
regiones viven guerras larvadas y actuaciones de ramas de Al Queda o DAESH que
poseen la intensidad de un conflicto bélico. Poblaciones enteras obligadas a
desplazarse simplemente para salvar el pellejo, que huyen de una muerte casi
segura o de un sometimiento a califatos y otras pesadillas que nos harían poner
los pelos de punta sólo de oírlas relatar en detalle. Todas estas razones son
suficientes para que miles de personas intenten cruzar el Mediterráneo, pagando
sus últimos y escasos ahorros a mafias que les estafan y sangran hasta el
límite, sabiendo que en muchos casos la travesía puede acabar en tragedia. Y
aun así lo intentan. ¿Cómo será de dura y horrible la vida que dejan atrás para
arriesgarse a una salida tan peligrosa y llena de trampas? ¿Qué desesperada
tiene que estar una persona para jugarse la vida en la ruleta rusa del
Mediterráneo libio a cambio de no volver a su hogar? Miles, miles de personas
cruzan desiertos, tierras baldías, zonas de guerra y parajes oscuros para
acabar al borde de unas costas, marroquíes, libias o de cualquier otro lugar,
al frente de las cuales, tras un horizonte de agua, se encuentra el paraíso, un
lugar en el que poder trabajar, vivir y saber que no vas a ser asesinado. Piensen
en la masiva emigración de europeos del siglo XIX a América en busca de una
vida mejor, que llenaba barcos de irlandeses, italianos, y de otros muchos países
rumbo al nuevo mundo. Y en ese caso no se encontraba como espoleta la violencia
de origen, Europa no vivía grandes guerras civiles ni violencias desatadas,
como las que sí hubo en el XVIII o el XX. Era pura huida económica. Y crearon
un imperio allí donde fueron, sin saberlo ni esperarlo.
España,
Italia Grecia, somos la frontera sur de una Europa rica, decrépita, envejecida
y temerosa, que no quiere ver el drama que tiene delante de sí y trata de
eludirlo como sea. Pero el problema de la inmigración irá a más. Cerraremos acuerdos
como los que ya tenemos con Marruecos o Turquía, pagándoles mucho dinero para
que hagan de policía de fronteras y frenen, sin respetar derecho alguno, las
oleadas que tratan de cruzar sus países rumbo a los nuestros, pero en Libia,
por ejemplo, no hay país al que pagar, no hay estado con el que negociar. Y en
Europa el miedo al extranjero crece y se transforma en votos a partidos
extremistas como el del nuevo hombre fuerte de Italia, Mateo Salvini, que clama
victoria cuando consigue deshacerse de quienes, quizás, en el futuro, puedan
pagar sus pensiones. El problema es enorme y no lo queremos afrontar.
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