lunes, junio 04, 2018

Tormenta en la feria del libro


Un buen ejemplo de correlación carente de causalidad es la paralela actividad tormentosa que vivimos estos días en los planos político y meteorológico. De mientras no dejan de caer tormentas que ocasionan inundaciones instantáneas en localidades de todo el país (ayer también en Elorrio y alrededores) Sánchez diseña su nuevo gobierno, surgen dudas sobre si el PP boicoteará sus propios presupuestos, se hacen quinielas sobre ministrables, todo son apuestas sobre cuánto durará el nuevo gobierno y la más absoluta de las incertidumbres se extiende sobre la política nacional, a sabiendas, sólo, de que como mucho habrá elecciones dentro de dos años, y como poco, en meses. El resto, que es todo, porque nada es lo anterior, pura incógnita.

Sobre las otras tormentas, las del cielo, este fin de semana he tenido ración doble, una a resguardo y otra no. El viernes noche se desató una sobre Madrid que me pilló ya en casa, que dejó rayos como si estuvieran en oferta e iluminó los cielos de una manera fantasmagórica y realmente espectacular. Poco llovió en mi barrio, pero mucho debió hacerlo en zonas cercanas, y localidades sitas al este de la capital. Creo que fue el corredor del Henares el que recibió la mayor parte de la lluvia. El sábado amaneció plomizo y encharcado, pero fue despejando a lo largo del día. No cogí la bici para evitar mojarme y lo cierto es que actué mal, porque nada llovió durante la mañana. Y al mediodía las nubes crecían con ganas y de cara a mi visita prevista por la tarde a la feria del libro el panorama se complicaba. A las 17 comenzó a llover en mi barrio. No lo hizo durante mucho tiempo, apenas media hora, pero con unos diez minutos de gran intensidad. Otra vez las alcantarillas saturadas y aceras convertidas en encharcados espejos que reflejaban el verde que crece sin freno, fruto del natural riego incesante de esta primavera. Pasó el chubasco, el retumbe de truenos se alejó y me encaminé hacia la feria pasadas las 18 horas, con algunos libros en la lista de compra y con ganas d dejarme tentar por lo que viera. Al llegar a la primera caseta en la que tenía pensado comprar, a la hora de pagar, comprobé con terror que me había dejado la tarjeta de crédito en casa, en otros pantalones, y que apenas tenía cinco euros en la cartera. Plan chafado. Como todavía era pronto, decidí volver a casa a por la tarjeta y retomar la compra. Salí del Retiro y un bus pasaba en aquel momento, que me deja cerca de casa, a unos 600 metros de paseo. Lo cogí y, en el camino al hogar, empezaron a caer nuevas gotas. Llevaba paraguas, por lo que no me preocupé. La lluvia no fue a más durante el rato en el que conseguí llegar a casa, coger la tarjeta, salir y retornar al metro, pero el aire se mostraba cada vez más cargado, oscuro y pasado. La tormenta iba a más pero yo, centrado en la ida, vuelta y en pensar en lo tonto que había sido por dejarme la tarjeta no miraba mucho al cielo. Regresé nuevamente al Retiro y al salir del metro comprobé que los tonos del cielo eran de todo tipo menos azules, con gamas de gris, negro y oscuro que competían entre sí para ver quién era el dominante. Vuelta a pasear entre los árboles y casetas, esta vez con más prisa que en la primera de las compras, y retorno al punto de venta en el que descubrí mi error, donde finalmente pude pagar los libros que tenía ya señalados. Con la compra hecha, salí rumbo a otra caseta que me interesaba y, en el camino, la tormenta arrancó. Poca cosa al principio, nubes aparatosas, rayos sueltos y gotas gordas pero aisladas, como sin decidirse del todo. Quizás no nos golpee de lleno, pensaba en mi interior, deseando sobre todo que la lluvia no frustrase el negocio de los libreros, que bastante tienen con las dificultades de todo el año en sus locales. Pero la tormenta no me escuchó o, si lo hizo, se mostró displicente. Poco a poco arreció su intensidad y la lluvia, ya convertida en diluvio, se enseñoreó del parque.

Carreas, huidas, exhibición de paraguas de los que los poseíamos durante los primeros minutos, y búsqueda de refugios por parte de todos cuando el tiempo nos puso en su sitio, que no era otro que el de alguna cobertura o toldo. Acabé en la caseta en la que firmaba Lorenzo Silva, una de cuyas obras era la última que tenía pensado comprar ese día. Lo hice y me firmó sin apenas esperar cola, pero tras ello tuve que esperar un rato bajo el toldo de esa caseta, con otros lectores, resguardado de un chubasco que anegaba el paseo de coches y transformaba la feria, muy deprisa, de un lugar bullicioso a otro desangelado. La noche cayó sobre nosotros, dado que las oscuras nubes se hicieron dueñas de la tarde, y cuando dejó de llover ya era hora de irse para casa, junto con los pocos valientes que aún estaban por el parque, saliendo de sus refugios improvisados.

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