En
un París frío y lluvioso, que poco albergaba de lo que se entiende como ciudad
de la luz, se reunieron ayer jefes de estado y de gobierno de medio mundo, en
el entorno de las setenta naciones, para conmemorar la firma del armisticio que,
a las 11 y 11 del 11 del 11 de 1918 dio por terminada lo que luego se conocería
como Primera Guerra Mundial. En su momento, y aún hoy, se le llamo Gran Guerra,
pero empequeñecida quedó por la contienda que vino después, lo que hace que ese
apelativo de “Gran” sea más una cruel ironía que otra cosa. En su momento fue
la mayor de las guerras conocidas, y lo que sucedió un par de décadas después
la condenó a un olvido, a o un segundo plano, injusto y peligroso.
Esa
fue, quizás, la última guerra a la que se acudió a los campos de batalla con
deseo de gloria, sentimiento de honor y optimismo juvenil. Resulta asombroso
leer las crónicas del verano de 1914, de unas naciones europeas que se empiezan
a enfrentar en un clima de aventurismo y deseo auténtico de las poblaciones y
de los opinadores de las mismas de alcanzar la gloria en los campos de batalla.
Cuatro años después, el continente está lleno de ruinas, zonas extensas de
Francia y Alemania son paisajes lunares, arrasados, en los que nada vive y sólo
contienen restos de miles de muertos. Las bajas de todos los ejércitos superan
cualquier cifra conocida y el balance global de pérdidas es escalofriante. El
surgimiento de la guerra se ha estudiado en detalle, considerándose por todos
los expertos como un ejemplo fascinante, y aterrador, de lo que las malas
decisiones, basadas en mala información, y los prejuicios, pueden ser capaces
de provocar. Años de crecimiento económico, de globalización, de revolución
tecnológica y desarrollos nunca antes imaginados habían cambiado la faz del
mundo, y envalentonado a las naciones europeas a creerse todas ellas superiores
a sus vecinos. La rivalidad, tanto en el continente como en las colonias, era
total, y el deseo de lograr la hegemonía global parecía estar al alcance de los
rivales de Reino Unido, entonces el imperio más poderoso del mundo. Esa
confianza, ese exceso de creencia en las capacidades de cada uno, el desarrollo
de carreras armamentísticas por todas partes y los recelos mutuos eran la combinación
perfecta para provocar un gran error. Quiso la historia y el azar que fuera el
asesinato del archiduque austriaco en Sarajevo la mecha que puso en marcha una
reacción en cadena de errores que llevó a la declaración global de la guerra,
pero las condiciones eran tales que si ese día de verano Gabrilo Prinzip no
llega a ejecutar el atentado (sucedió finalmente por los pelos) cualquier otro
hecho fortuito hubiera sido capaz de desencadenar el desastre. Una vez iniciada
la guerra todos los contendientes pensaban, y así lo decían, que sería breve, rápida
y no muy dolorosa, y que en la misma Navidad de 1914 ya estarían otra vez las
naciones europeas encalmadas. Esa Navidad fue la primera en la que miles de
soldados la pasaron hacinados como ratas en apestosas trincheras, en las que el
barro, las enfermedades, los disparos y el gas mataban a los humanos de manera
industrial sin que los frentes avanzaran en lo más mínimo. Decenas de miles de
británicos murieron el primer día de la inútil batalla del Somme, y en Verdún
se aniquiló a gran parte de la juventud francesa y alemana para, al cabo de
unas semanas, constatar que aquello no llevaba a ningún avance en las
posiciones militares de ambas fuerzas. Muchos son los lugares en centroeuropea
torturados hasta el extremo por esa guerra, llenos hoy de cenotafios,
memoriales y enterramientos. La Gran Guerra fue un desastre absoluto, una
carnicería inútil que arrasó gran parte de lo que era y pudo ser Europa, y
sembró las semillas de una destrucción aún mayor, pese a que los combatientes,
tras lo visto, se perjuraron que jamás volvería a suceder algo así. Para eso
están las promesas, para incumplirlas.
Un
siglo después, las lecciones de aquella guerra siguen vivas, y también lo está
el temor de que no las hayamos aprendido como es debido. En su discurso junto
al arco del triunfo napoleónico, Macron
lanzó un alegato a favor del patriotismo entendido como el amor a lo propio siempre
en colaboración con los demás, frente al nacionalismo, que sólo quiere a lo
propio y se enfrenta a los demás. Lleno de buenas palabras y razón, su discurso
era escuchado por los líderes poderosos de hoy en día, que tienen el
multilateralismo no como una de sus prioridades, sino como un obstáculo para
sus ambiciones. Con un Trump que desnorta a los EEUU de su senda de dominio
global, con Rusia como poder económico decrépito pero militarmente creciente, y
una china que ayer apenas fue vista pero que camina hacia el liderazgo global, ¿fue
la ceremonia de ayer un aldabonazo efectivo? No lo se, el tiempo lo dirá. Ojalá
que sí, y que los millones de muertos que costó aquella maldita guerra no se
vuelvan a repetir jamás. En nuestras manos está.
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