Desde
pequeño recuerdo como en las historietas largas del añorado Forges (sniff,
sniff) en un momento dado uno de los personajes se giraba y, mirando a una
montaña, gritaba en plan quijotesco un “Gibraltar español” que era más un grito
de rebeldía que de deseo anhelado, o quizás incluso la forma de sustituir un
taco que el personaje iba a exclamar por alguna contrariedad. Era divertido y
hacía presente la historia de esa roca que, convertida en anacrónica colonia,
existe en el sur de España desde hace tres siglos, y que probablemente siga así
otros muchos siglos, dada la intransigencia de la decadente potencia imperial
británica y la incapacidad económica de España de suscitar atractivo a los
residentes del peñón. Ese es el principal argumento para que nadie quiera
moverse de sus posiciones.
Gibraltar
ha sido el último escollo para lograr la firma del acuerdo del Brexit. El
gobierno español se dio cuenta de que el artículo 184 del tratado acordado
entre los negociadores comunitarios y Londres ofrecía una interpretación que
podría ser favorable a la pérfida Albión y lesiva para los intereses españoles.
Desde un principio se aseguró que todo acuerdo entre la UE y Reino Unido sobre
la roca requeriría el consentimiento expreso de España, otorgándonos de facto
capacidad de veto, pero ese 184 no permitía tal cosa. ¿Qué hacer? Pataleta,
poco más era posible. El gobierno de Sánchez se rebeló públicamente contra ese
artículo, amenazando con un veto en la cumbre del domingo que no era tal, dado
que la aprobación del protocolo por la UE requería mayoría suficiente, no
unanimidad. Por detrás, se abrió una negociación a tres bandas para tratar de
enmendar ese artículo. ¿Cuál ha sido el resultado final? Pues lo de siempre en
estos casos, ni una posición ni la otra. El artículo se mantiene intacto, lo
que es una victoria absoluta para los británicos, y se adjunta al tratado
acordado una serie de documentos para que la interpretación de dicho artículo
sea favorable a los intereses españoles, lo que es una relativa victoria
nacional. Hay una enorme discusión entre expertos sobre si esos apéndices
interpretativos poseen valor jurídico como tales o no, y según a quién se
pregunte se obtendrá una respuesta, por lo que dado que no soy un experto, no
esperen una de mi. A la hora de vender el acuerdo se ha producido lo que es
obvio, y debe ser tenido en cuenta para su análisis. Los dos gobiernos,
británico y español, han vendido en casa la victoria absoluta y total de sus
intereses y la derrota del otro. Sánchez organizó una comparecencia en Moncloa
en la que sólo le faltaba anunciar la derogación del tratado de Utrech,
mientras que May alardeaba en su parlamento de la victoria e integridad de toda
la familia británica, de la que Gibraltar es un hijo muy querido. Los opuestos
a ambos acusaban con fiereza a ambos gobiernos de haber claudicado, con
argumentos bastante similares. Y resulta evidente que si uno escucha a las
cuatro fuentes, dos gobiernos y dos oposiciones, y sus medios de comunicación
afines, encuentra una curiosa situación cruzada en la que los opositores británicos
defienden al gobierno español y los detractores patrios a la primera ministra
May. ¿Cuál es la verdad del asunto? Como muchas veces, el término medio. Cierto
es que la situación británica es mejor que la española si atendemos a la mayor parte
de juristas, pero España ha conseguido unas salvaguardias que pueden ser muy útiles
si se trabajan y utilizan como es debido en caso de pleitos y confrontaciones. En
el fondo el acuerdo y la posición lograda por cada uno refleja el poder e
influencia que cada país posee en el mundo y, en este caso, en la UE. Nos guste
o no, pintamos poco, y nada hacemos para pintar más. Países más pequeños como
Portugal maniobran de maravilla para sostener cotas de poder más elevadas,
mientras que nuestra indolencia se suma a la falta de medios y ganas para
lograr representación. Lo sucedido con la justicia belga y alemana este año
muestra hasta qué punto pesamos poco, y lo de Gibraltar ha sido una nueva muestra.
De
todas maneras, recordemos que esta pseudobizantina discusión sobre el artículo
y su interpretación puede tener una fecha de caducidad tan temprana como la del
próximo 11 de diciembre. En menos de dos semanas el parlamento británico vota
el texto del acuerdo, y si lo rechaza todo se iría a la porra y volveríamos a
un escenario de brexit caótico y descontrolado. May está haciendo campaña por
todo el país para lograr un sí que sería, de paso, la salvación de su gobierno
y poder, pero a día de hoy los números no salen y las probabilidades de que
salga un no son muy altas. Por lo tanto, detractores y partidarios del acuerdo,
esperen unos días sentados y tranquilos, y tras la votación vemos en qué
escenario estamos y cómo lo afrontamos. Y ajeno a todo esto, el paraíso fiscal
de Gibraltar seguirá facturando sin límite alguno, dando trabajo a una zona depauperada
hasta el extremo.
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