martes, noviembre 20, 2018

Doscientos años del Museo del Prado


Ayer el equipo del Telediario de TVE, con Carlos Franganillo a la cabeza, tuvo la osadía de realizar su emisión desde el Museo del Prado, en el día en el que esa pinacoteca, quizás la mejor del mundo, cumplía 199 años y daba comienzo a los festejos del doscientos aniversario de su fundación. Durante muchos minutos, salas, personal y obras de arte se emitieron en horario de máxima audiencia compitiendo contra el resto de la programación, en un ejercicio de realización tan difícil como quijotesco. Franganillo daba paso a las noticias desde uno de los platós más espectaculares del mundo, con Las Meninas de fondo, escena de la que han aprendido todos los realizadores y directores de cine del mundo.

Leí hace unas semanas, no recuerdo donde, que El Prado es un museo familiar porque muchos españoles acuden dos veces en su vida; una cuando son niños llevados por sus padres, otra cuando son padres llevando a sus hijos. En mi caso incumplo plenamente este dicho, raro que soy en todo, dado que nunca lo he visitado con mis padres y casi seguro que jamás llevaré a unos hijos que no existirán. Mi primera visita al Prado está llena de brumas, tuvo lugar en el viaje de estudios de octavo de EGB en 1986, ya penas tengo recuerdo de las obras vistas, salvo las sensaciones de las grandes galerías y la columnata de la puerta de Velázquez. En las esporádicas vistas que hice a Madrid con posterioridad creo que apenas tuve la oportunidad de volver al museo, y no fue sino hasta que por trabajo me convertí en residente de la capital hasta que volví a encontrarme con sus salas y pasillos, que ahora suelo frecuentar un par de veces al año, aprovechando las exposiciones temporales que se organizan para dar un garbeo por la colección general sin prisa ni orden. Es El Prado un museo soberbio, tanto en la colección que alberga como por el edificio que la contiene, ejemplo para museos de todo el mundo y logro máximo de aquel autor llamado Juan de Villanueva, que supo crear en una parcela amplia pero irregular y desnivelada un bloque compacto, lo suficientemente inmenso para albergar lo que en su día se pensó que fueran colecciones de naturaleza pero con un diseño tan sobrio que lo hace parecer modesto e integrado en su entorno. Convenció Bárbara de Braganza a Fernando VII, quizás el peor Rey de nuestra historia, para que cambiara de destino aquel edificio y sirviera para exponer las colecciones de pintura real, y así comenzó la historia de un museo muy especial, enclavado en la zona noble de la ciudad, que da nombre y sentido a un paseo que con los años se ha convertido en referencia para el arte universal y que, como el Sol, se sitúa en el centro de un sistema de museos que orbitan en torno a él. El Reina Sofía y el Thyssen, poseedores de colecciones de enorme valor y belleza, complementa y agrandar la leyenda de un Prado que, como si fuera un templo, requiere de cierta conmoción del visitante y de una ligera reverencia en su entrada, pero que colma al que cruza sus puertas con un despliegue de arte tan espectacular como valioso, no en el sentido monetario, sino en el patrimonial de la humanidad. Sus salas, a veces atestadas, esconden joyas en casi todas las esquinas, muchas veces orilladas por las masas que acuden a ver las grandes y famosas obras, merecedoras de todos los aplausos que reciben. Por su tamaño, el Prado no es abordable en una visita y hacerlo supone en sí mismo una manera de desperdiciarlo, de tratar de empacharse con la mejor pastelería en vez de degustarla poco a poco. No dejen de ver esas obras maestras si no las han contemplado nunca en persona, pero piérdanse por sus salas sin orden ni rumbo, de puerta en puerta, saltando de una a otra sin saber lo que les espera, y a buen seguro saldrán colmados sea lo que sea que el museo les muestre. Como los amigos de toda la vida o el amor verdadero, que puede que sean lo mismo, el Prado siempre cumple lo que de él uno espera, y lo entrega a cambio de nada. Sí, hay que pagar entrada, en España los museos no son gratuitos como en otros países, pero ¿cuánto dinero gastamos en cosas superfluas que no nos aportan nada? Pruebe a cambiar una mañana de rutina en el centro comercial por una visita al Prado. Su bolsillo y alma se lo agradecerán.

Es Madrid una ciudad con componentes raros. Carece de río como tal, aunque se haya adecentado ahora el entorno del arroyo que quiere juagar ese papel, y sus iglesias son, salvo excepciones, bastante decepcionantes. La Almudena quiere ser catedral pero a mi modo de ver se queda en un pastiche que ni quiere ni puede, y que frente al Palacio Real al que mira de frente apenas puede levantar un palmo del suelo. Es el Prado la auténtica catedral de esta ciudad, reverenciado, respetado y querido como tal. Todos los habitantes de la urbe, amen o no el arte, saben que ese lugar es importante, por lo que es y lo que alberga, y harán todo lo posible para defenderlo del paso del tiempo y las desidias humanas. El mejor regalo para su cumpleaños es visitarlo, hacerlo realmente propio, sentirlo como lo que es, la extensión más regia del salón de la casa de cada uno de nosotros.

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