lunes, noviembre 19, 2018

Obesidad


El pasado viernes, tras dar una pequeña vuelta por el centro y comprar algún libro, ya de noche, acabé como siempre en alguna de las cafeterías de la zona, tomando algo y leyendo. En la mesa sita junto a mi se encontraban tres mujeres, de una edad que estimo superaba los cuarenta, pero no por mucho (aviso, soy malo para echar edades) y por lo poco que pude captar de sus conversación estaban hablando de sus hijos y del colegio. Dos de ellas estaban algo gorditas, pero nada del otro mundo. La tercera sí que estaba obesa, y mucho. Llevaba una camiseta de manga corta y dejaba ver unos brazos que equivalían en volumen a mis piernas, formados por masas informes que colgaban y se movían tambaleantes a cada gesto que hacía con la mano.

Entorno a las tres se encontraba una suculenta tarta de chocolate que estaba siendo devorada sin descanso. Las otras dos amigas tomaban café y la tercera una infusión en vaso ancho y alto, al que en el tiempo en el que estuve por allí echó dos azucarillos completos, sin descartar que antes de que yo llegase hubiera arrojado alguno más. No hace falta ser un genio para echar cuentas y suponer que la cantidad de calorías que esa chica se estaba metiendo en el cuerpo en aquella merienda excedía por completo cualquier cifra razonable. Casi se podía sentir como la maquinaria de su cuerpo era forzada, una vez más, ante una ingesta de azúcares para la que nada en la biología y genética le había preparado para poder aguantar. ¿Cuáles serían los niveles de las constantes sanguíneas de aquella mujer? ¿Cuántas estrellitas obtendría en sus análisis? Sospecho que, como decía alguno de los amigos de mi padre, lo suyo sería de (al menos) cinco estrellas, lujo asiático en forma de constantes disparadas. Lo que observaba era algo que, cada vez, resulta más común en nuestro alrededor, obesidades elevadas, no ya las típicas gorduras normales que a un servidor le resultan incluso atractivas en cuerpos femeninos (entre eso y las figuras esqueléticas no tengo dudas). El volumen de los gordos ha ido en aumento a medida que los hábitos de consumo han cambiado y el sedentarismo se ha hecho casi absoluto. Hoy en día las opciones para moverse son escasas, y mucho menos las necesidades para ello. Resulta curioso ver cómo los gimnasios tienen éxito pero muchos de sus clientes acuden a ellos en coche, lo que resulta ya de por sí una contradicción muy llamativa. Nuestros cuerpos están diseñados para acumular grasas porque hasta hace pocos siglos lo de la alimentación no era una cosa regular que se hiciera tres veces a la semana. El hambre se encontraba a la vuelta de cualquier recodo y no había garantías de que esa pieza de carne degustada se fuera a repetir en el corto plazo. Las cosas han cambiado mucho, y las posibilidades de adquirir proteínas y grasas en cualquier comercio a nuestro alcance se han disparado. En el mundo moderno ya hay más enfermos por sobrepeso que pobres que padecen hambre, lo que demuestra lo mal que nos organizamos. La ingesta masiva de comida, demasiadas veces no de buena calidad, y el estar quietos durante casi todo el día suponen una combinación nefasta para cuerpos que necesitan actividad o que, si no se les proporciona movimiento, requieren mucho menos combustible. Acorde a las necesidades de cada uno y del ritmo metabólico que cada cuerpo demanda, hay que ajustar la ingesta y el consumo para que el balance se mantenga dentro de unos límites normales, sin excesos ni hacía el obeso ni hacia la delgadez extrema, dado que ambas situaciones son malas para nuestro cuerpo y generan problemas de salud de muy distinta índole, pero que pueden ser serios a la larga. El negocio de las dietas, casi todas ellas estafas, sigue creciendo junto a la media del volumen de nuestro cuerpo, y las angustias en torno a la figura física, en un proceso de melancolía y frustración que no lleva a ninguna parte.

Cuando salí de la cafetería las tres amigas seguían allí. Nada quedaba en el plato de la tarta ni en los vasos y tazas que las acompañaban. Comencé un pequeño paseo hasta el metro rumbo ya a casa, pensando entre otras cosas si ellas, sobre todo la más obesa, cenaría esa noche, y qué comería. ¿Cuántas calorías sería capaz de ingerir en un día normal? Ver escenas de este tipo me suele dejar preocupado, porque no son sino un maltrato autoinflingido y evitable al cuerpo, una manera de hacernos daño que no tiene mucho sentido. Algo parecido me pasa cuando veo a maratonianos o, en esta locura que nos ha invadido, a corredores que no pueden con su alma y siguen trotando rumbo al esguince o la luxación, cuando no al infarto. Cuidarse es necesario, y me da que todo empieza por reducir los excesos, que en nada son buenos. Puede que sólo en el amor no haya que poner límites, pero tengo muchas dudas al respecto.

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