El
pasado viernes, tras dar una pequeña vuelta por el centro y comprar algún
libro, ya de noche, acabé como siempre en alguna de las cafeterías de la zona,
tomando algo y leyendo. En la mesa sita junto a mi se encontraban tres mujeres,
de una edad que estimo superaba los cuarenta, pero no por mucho (aviso, soy
malo para echar edades) y por lo poco que pude captar de sus conversación
estaban hablando de sus hijos y del colegio. Dos de ellas estaban algo
gorditas, pero nada del otro mundo. La tercera sí que estaba obesa, y mucho.
Llevaba una camiseta de manga corta y dejaba ver unos brazos que equivalían en
volumen a mis piernas, formados por masas informes que colgaban y se movían
tambaleantes a cada gesto que hacía con la mano.
Entorno
a las tres se encontraba una suculenta tarta de chocolate que estaba siendo
devorada sin descanso. Las otras dos amigas tomaban café y la tercera una
infusión en vaso ancho y alto, al que en el tiempo en el que estuve por allí
echó dos azucarillos completos, sin descartar que antes de que yo llegase
hubiera arrojado alguno más. No hace falta ser un genio para echar cuentas y
suponer que la cantidad de calorías que esa chica se estaba metiendo en el
cuerpo en aquella merienda excedía por completo cualquier cifra razonable. Casi
se podía sentir como la maquinaria de su cuerpo era forzada, una vez más, ante
una ingesta de azúcares para la que nada en la biología y genética le había
preparado para poder aguantar. ¿Cuáles serían los niveles de las constantes
sanguíneas de aquella mujer? ¿Cuántas estrellitas obtendría en sus análisis?
Sospecho que, como decía alguno de los amigos de mi padre, lo suyo sería de (al
menos) cinco estrellas, lujo asiático en forma de constantes disparadas. Lo que
observaba era algo que, cada vez, resulta más común en nuestro alrededor,
obesidades elevadas, no ya las típicas gorduras normales que a un servidor le
resultan incluso atractivas en cuerpos femeninos (entre eso y las figuras
esqueléticas no tengo dudas). El volumen de los gordos ha ido en aumento a
medida que los hábitos de consumo han cambiado y el sedentarismo se ha hecho
casi absoluto. Hoy en día las opciones para moverse son escasas, y mucho menos
las necesidades para ello. Resulta curioso ver cómo los gimnasios tienen éxito
pero muchos de sus clientes acuden a ellos en coche, lo que resulta ya de por sí
una contradicción muy llamativa. Nuestros cuerpos están diseñados para acumular
grasas porque hasta hace pocos siglos lo de la alimentación no era una cosa
regular que se hiciera tres veces a la semana. El hambre se encontraba a la vuelta
de cualquier recodo y no había garantías de que esa pieza de carne degustada se
fuera a repetir en el corto plazo. Las cosas han cambiado mucho, y las
posibilidades de adquirir proteínas y grasas en cualquier comercio a nuestro
alcance se han disparado. En el mundo moderno ya hay más enfermos por sobrepeso
que pobres que padecen hambre, lo que demuestra lo mal que nos organizamos. La
ingesta masiva de comida, demasiadas veces no de buena calidad, y el estar
quietos durante casi todo el día suponen una combinación nefasta para cuerpos
que necesitan actividad o que, si no se les proporciona movimiento, requieren
mucho menos combustible. Acorde a las necesidades de cada uno y del ritmo metabólico
que cada cuerpo demanda, hay que ajustar la ingesta y el consumo para que el
balance se mantenga dentro de unos límites normales, sin excesos ni hacía el obeso
ni hacia la delgadez extrema, dado que ambas situaciones son malas para nuestro
cuerpo y generan problemas de salud de muy distinta índole, pero que pueden ser
serios a la larga. El negocio de las dietas, casi todas ellas estafas, sigue
creciendo junto a la media del volumen de nuestro cuerpo, y las angustias en
torno a la figura física, en un proceso de melancolía y frustración que no
lleva a ninguna parte.
Cuando
salí de la cafetería las tres amigas seguían allí. Nada quedaba en el plato de
la tarta ni en los vasos y tazas que las acompañaban. Comencé un pequeño paseo
hasta el metro rumbo ya a casa, pensando entre otras cosas si ellas, sobre todo
la más obesa, cenaría esa noche, y qué comería. ¿Cuántas calorías sería capaz
de ingerir en un día normal? Ver escenas de este tipo me suele dejar
preocupado, porque no son sino un maltrato autoinflingido y evitable al cuerpo,
una manera de hacernos daño que no tiene mucho sentido. Algo parecido me pasa
cuando veo a maratonianos o, en esta locura que nos ha invadido, a corredores
que no pueden con su alma y siguen trotando rumbo al esguince o la luxación, cuando
no al infarto. Cuidarse es necesario, y me da que todo empieza por reducir los
excesos, que en nada son buenos. Puede que sólo en el amor no haya que poner límites,
pero tengo muchas dudas al respecto.
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